¿Qué le pasa al Presidente?

¿Por qué insiste en degradarse el Presidente?

Una cosa es equivocarse en la gestión. Otra, no poder afrontar una situación complicada, de difícil solución.

Pero la deriva de Alberto Fernández no solo incluye su incapacidad como administrador.

En el último mes y medio, el Presidente ha dado muestras de no comprender la gravedad de sus actos.

Primero negó, aceptó a medias, descargó la responsabilidad en su pareja y por fin asumió que en su propia casa había participado de reuniones sociales probibidas por él mismo, so pena de enjuiciamiento y condena.

Ahora se defiende negando que lo suyo no es delito.

“Como no contagié, no es delito”, nos dice.

¿Es decir que también son inocentes los miles de irresponsables que participaron de fiestas clandestinas y no se contagiaron?

Es un argumento impropio de un profesor de derecho. Por insostenible. E inaudito porque rebaja al máximo la entereza moral a la que está obligado como presidente.

Para defenderse, como si fuera poco, nombra para él y para su pareja a abogados del circo farandulero.

Gregorio Dalbón, un petardista usado por Cristina Kirchner para agraviar adversarios, insultó al juez y al fiscal que intervienen en la causa del presidente.

Es decir, el presidente usa una defensa y defensores que lo incriminan aun más.

Y que lejos de sacar el tema de la foto del cumpleaños lo fijan en la agenda en medio de una campaña electoral.

En esa misma secuencia, Fernández se enredó con un tema espinoso: la violencia ejercida por una docente para tratar de adoctrinar a sus alumnos en una escuela secundaria de La Matanza.

El Presidente se puso del lado de la victimaria. Por lo demás, una docente fuera de sí, visiblemente alterada por una patología psiquiátrica.

Fernández avaló que un aula pueda ser convertida en un espacio de adiestramiento político.

No es novedad que el kirchnerismo lo intente y en muchos casos lo haga.

Es impresentable que desde lo más alto del país se lo avale y reivindique.