Un tal Raúl Ricardo Alfonsín

Habíamos cruzado la adolescencia bajo la dictadura. La última elección que habíamos visto los que nacimos en los sesenta, fue la de Juan Perón en 1973.

Lo que vino de 1976 en adelante era oscuro. Llegábamos a los 18/19 años a una universidad en la que había un tipo que te revisaba en la puerta para ver si el cabello no tocaba el cuello de la camisa.

La guerra de Malvinas en 1982 fue un golpe durísimo. Crecimos de golpe. Allá fueron amigos o compañeros. Otros no, sólo porque teníamos el privilegio de pedir prórroga al servicio militar obligatorio por estudios universitarios.

Habíamos comenzado a trabajar en el periodismo y debimos aprender, muy prontamente en esta profesión, lo que era la censura. Un coronel de la dictadura te decía cómo ocultar bajo eufemismos una derrota que los más viejos veían venir.

Esa noche oscura fue la que abrió el amanecer de la democracia.

Emergieron entonces las dos fuerzas históricamente más importantes de la historia contemporánea argentina.

Un justicialismo con un fuerte rasgo conservador, que iba a las urnas ya sin la figura presente de Juan Perón, aquí o en el exilio. 

El peronismo no había perdido una elección desde 1947, en sus tiempos fundacionales.

Un señor muy atildado, siempre elegante, llamado Italo Luder, convivía con personajes que venían de lo más ortodoxo de la fuerza y hasta de la derecha.

Flaco favor le hizo Herminio Iglesias, el candidato a gobernador bonaerense, al quemar un cajón con las siglas UCR y la leyenda "Alfonsín QEPD".

Ese Alfonsín era Raúl Ricardo (con él, siempre se usaban los dos nombres), un hombre que había cultivado la progresía dentro de la Unión Cívica Radical, que se había abierto camino entre los sectores más tradicionales de su partido, liderados por Ricardo Balbín, “el Chino”.

Un detalle que recuerda la importancia del radicalismo cordobés: el candidato a vicepresidente fue Víctor Martínez. Eduardo Angeloz prefirió quedarse a competir por al gobernación.

La ‘campaña de Alfonsín irradió épica.

Con un discurso socialdemócrata y en defensa de los derechos humanos, lograba conmover a la sociedad con lo que llamó “el rezo laico”, que era ni más ni menos que el preámbulo de la Constitución.

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Movía a los sectores medios de la Argentina, contra el discurso que el peronismo dirigía a los trabajadores.

Y básicamente entraba en el corazón de la juventud.

Fue una campaña que desde el punto de vista discursivo y publicitario no tuvo baches.

El 30 de octubre de 1983, más de 15 millones de argentinos (el 85 por ciento del padrón) fueron a las urnas.

Para Alfonsín, 7.724.559 votos.

Para Luder, 5.995.402 votos.

En aquella época, no había elección directa, sino colegio electoral. Esos números dejaron 317 votos electorales para Alfonsín y 259 para Luder.

El 30 de octubre de 1983, los festejos desbordaron las calles. A sus 20 y algún años, toda una generación había nacido a la democracia.

El gobierno de ese hombre humilde tuvo buenas, muy buenas, y malas, muy malas.

Alfonsín cumplió con su promesa y llevó a las juntas militares ante la Justicia, para hacer realidad el “Nunca más”.

Pero también tropezó con los problemas crónicos de la economía argentina y se vio obligado a irse seis meses antes de terminar su gestión para dejarle el poder a Carlos Menem, ya elegido como su sucesor.

Podríamos ir a una lista mucho más larga en las columnas del debe y el haber.

Nos quedemos lo que, con el tiempo, aprendimos de él: cómo honrar la división de poderes, respetar al Congreso y a la Justicia, entre otras virtudes republicanas.

Hoy, su figura se eleva mucho más en tiempos en que, montados sobre la crisis, aparecen personeros que cultivan la destrucción de la política como herramienta para el cambio.

Alguna vez desde jóvenes conocimos a un tal Raúl Ricardo Alfonsín. Muchos fuimos transitando la vida y aprendimos, más allá de sus errores, a reivindicar sus valores y, por eso, a extrañarlo.