Guerra en Europa
02/03/2022 | 09:06 |
Marcos Calligaris
Kiev podría caer de un momento a otro. Ese es el comentario que circula entre algunos periodistas apostados en este punto de la frontera, donde el flujo de refugiados ucranianos no cesa.
Otros sostienen que la valentía con que resisten los ucranianos, sumado a las armas que envía Occidente, podrían forzar que Rusia termine empantanándose en Ucrania.
Lo cierto es que más allá de lo que suceda en el frente, en la frontera hace ya seis días que los refugiados sufren las consecuencias.
De acuerdo con la ONU, 660.000 ucranianos abandonaron el país desde el inicio de la invasión rusa. La mitad de ellos eligió Polonia: según el Ministerio del Interior al país llegaron al menos 330.000 refugiados.
Ese éxodo puede apreciarse a primera vista en la ciudad donde me encuentro. Przemysl se ubica al sureste de Polonia, tiene 66.000 habitantes y gracias a su infraestructura se convirtió en uno de los puntos clave en la asistencia a los ucranianos que huyen de la guerra.
En las inmediaciones de lo que alguna vez fue un hipermercado se ha improvisado un gigantesco centro de acopio, donde se recibe, organiza y provee todo tipo de asistencia: desde comida caliente, ropa, cochecitos para bebés, remedios, frutas y golosinas, hasta chips de celulares.
Al estacionamiento del lugar arriban polacos de todas partes del país con sus autos colmados de mercadería. Enseguida son rodeados por un grupo de voluntarios que arman una cadena humana y descargan el material. Otro grupo se encarga de distribuirlo en diferentes carpas. Lo que sobra es enviado en camiones a otros puntos de la frontera.
Pero no solo son polacos los que se acercan para ayudar. Anders es un danés de 43 años que se vino desde el Reino Unido con su motorhome “para aportar en lo que sea”. Y encontró la forma: en su vehículo los refugiados pueden cargar sus celulares gracias a que instaló varios cargadores de todo tipo.
Otros voluntarios se agolpan en los colectivos recién llegados para ofrecerse a trasladar a los refugiados a distintos puntos de Europa.
Así conocí a Lorenz, un alemán de 33 años que con un cartel en mano se ofrece a llevar en su auto hacia cualquier punto de su país a tres refugiados. Me dijo que estaba dispuesto a esperar. Y esperó todo el día.
“Además de llevarlos les puedo ofrecer alojamiento”, me dice sonriente Lorenz, a quien seguramente veré hoy de nuevo.
Pero lo que más me llamó la atención en esta ciudad fue lo que encontré al ingresar al salón principal de lo que fue el hipermercado.
Al estar climatizado, se dispuso que ese lugar fuera utilizado para las madres que llegan con hijos pequeños. Salvando las distancias lógicas, el lugar se asemeja a una enorme guardería.
Las madres recién llegadas esperan sentadas sobre mantas en el piso, mientras los niños corretean y juegan como si se conocieran de toda la vida.
El lugar desborda de peluches, que van de un lado a otro. Los pequeños interactúan con ellos y diseñan en el aire mundos paralelos al drama que viven sus padres.
Luego de varias horas de trabajo y buscando escaparle un rato al frío, decido sentarme un rato en el piso.
Observo la naturalidad y la inocencia con la que juegan esos niños que acaban de conocerse. Pienso en mi hija, pienso en mi niñez.
Pienso en que alguna vez Putin y Zelensky también fueron niños.
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