Guerra en Europa
12/03/2022 | 09:19 |
Marcos Calligaris
Luego de varios días recorriendo la frontera de Ucrania con Polonia y Eslovaquia, y tras compartir con miles de refugiados su largo derrotero hacia el oeste europeo, finalmente llegué a Berlín.
La capital alemana está llamada a tener un papel clave en lo que la ONU considera el mayor desplazamiento de personas desde la Segunda Guerra Mundial.
En la Estación Central de Berlín una multitud de voluntarios con chalecos amarillos esperan agazapados el arribo de cada tren procedente del este. Al llegar las formaciones se lanzan en ayuda de los refugiados.
Parece una competencia por ver cuál ayuda más. Uno se ofrece a llevar bolsos, otro les entrega una bolsa con frutas, otro oficia de traductor, otro se ofrece a asesorarlos en cuestiones legales para permanecer en el país, y así.
Un flaco con chaleco me ve llegar con ellos y me pregunta en qué me puede ayudar. Desenfundo un viejo carnet de prensa cual detective y le digo que respondiéndome algunas preguntas.
Se llama Emmanuel. En su chaleco lleva escritas con fibra las siglas: DE - EN - FR (los idiomas que habla) y me cuenta, mitad en inglés y mitad en francés, que no pertenece a ninguna asociación; simplemente esa mañana se levantó y decidió venir a ayudar.
Emmanuel cree que Alemania está preparada para recibir esta oleada de refugiados. De hecho, en el país ya viven más de un millón de desplazados de diversas nacionalidades, pero me alerta de que Berlín está al límite de sus capacidades.
Decidí desempolvar el carnet de prensa para no generar suspicacias. La Policía local advirtió por la mañana sobre la posible trata de personas en la estación. Hombres que se hacen pasar por voluntarios y cuyo fin podría ser secuestrar a mujeres y niños que huyen de la guerra.
Me tocó presenciar el momento en que la advertencia era bajada a los voluntarios, que empezaron a escudriñar para los costados con desconfianza. Me sentí observado, porque era el único que no tenía chaleco…
Me acerqué entonces a la voz cantante. Se llama Will y es el designado por la Policía para alertar sobre esta posibilidad. "Esto existe en todo el mundo", me dice, en referencia a la trata. "Pero queremos estar muy atentos, porque los refugiados llegan muy vulnerables, cansados y pueden aceptar cualquier invitación. Les pedimos a los voluntarios justamente que traten de advertir esa situación", agrega.
La Berlin Hauptbahnhof es la mayor estación ferroviaria de paso de la Unión Europea. En esta crisis humanitaria, funciona como dispositivo de distribución de refugiados hacia el resto de los países.
Pero también ha devenido en una especie de campo-estación de refugiados, y fieles a su estilo, los alemanes ya organizaron un protocolo para distribuir a los desplazados: Quienes siguen hacia otra ciudad, por la puerta 2. El boleto es gratuito. Quienes aún no consiguieron alojamiento, a la carpa que se montó en la salida. Quienes necesitan comida o atención médica, al subsuelo, donde se armó una especie de corredor de ayuda humanitaria, con comida, medicamentos, guarderías improvisadas y hasta un consultorio médico.
Exactamente pegado a toda esa marea de refugiados y voluntarios funciona un McDonald's. En la entrada, el empleado del mes exige carnet de vacunación para ingresar. Mundos paralelos que colisionan.
Mientras observo la marea de refugiados ucranianos, suena el teléfono. Es mi amigo Kolya, desde Moscú. Con el trajín de la cobertura de este lado de Europa, se me pasó por alto hablar con algunos amigos que atesoré durante mis años en Rusia.
Me cuenta que está angustiado. Su hermano se acaba de ir a Turquía "por miedo de que este loquito (el presidente) lo mande a la guerra". Encima, una guerra con la que no está de acuerdo.
Kolya está en una encrucijada. Se acaba de pedir unas vacaciones para pensar en su futuro. Intuye que se vienen tiempos duros en Rusia debido a las sanciones económicas, pero su madre nunca se iría del país. Él no la dejaría sola.
Me cuenta sobre amigos en común y de muchos otros rusos que ya han dejado o planean dejar el país. Una opción es ir a Georgia, donde como ciudadano ruso puede quedarse un año y allí se habla bastante el idioma de Tolstoi. Otros que tienen visa europea deciden salir de San Petersburgo a Helsinki.
Por supuesto, están los que apoyan a Putin en esta guerra y no son pocos. Pero tarde o temprano, me dice, todos los ciudadanos de a pie "vamos a sufrir las consecuencias".
Mientras escucho a Kolya veo a una joven madre ucraniana con dos nenitas a cuestas. Detrás de ella, una mujer en silla de ruedas grita en ruso que le perdieron una bolsa. Nadie le entiende.
Ucranianos por un lado y rusos por otro, víctimas de una guerra que no significa otra cosa que el mayor fracaso de la política.
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"Estoy hospedando a una mamá de 40, su hija Katya, que cumplió 21 el domingo y Dima, el hijo de 15. Son increíbles, muy fuertes y muy interesante su historia también", contó a Cadena 3.