La Mesa de Café
05/05/2022 | 12:45 | Cuando la violencia y la inseguridad se ensaña con los propios vecinos.
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"Los chicos acá no saben jugar". Ocurrió hace ya unos años, en uno de los barrios de Córdoba donde la violencia suele llegar bastante antes que las palabras.
Era un contexto de marginalidad, pero no sólo en el sentido del bolsillo. La economía, o mejor escrito, la falta de economía, muchas veces termina por ser uno de los puentes que permiten explicar las otras maneras de la violencia.
La pobreza ya es una forma de esta violencia. No sólo porque le impide a una porción importante de la población acceder a un modo de vida más saludable y pleno, sino también porque la sumerge en la indefensión: allí donde nada alcanza, la libertad en su sentido más simple ya está coartada.
Córdoba quedó en los últimos días, tras la visita del presidente Alberto Fernández, en el centro del ojo nacional por los números de la pobreza. Hubo críticas y defensas, números en lugar de nombres, de historias, de biografías surcadas por el dolor. Hoy, son miles los hijos de hogares pobres, marginados, que habitan asentamientos precarios que ya no son villas de emergencia, porque lo que antes se suponía pasajero ahora se instala como estructural.
Chicos y más grandes que se asoman a los colegios más para comer que para aprender.
"Acá los chicos no saben jugar", dijo la mujer y desnudó a toda una sociedad, no sólo a su barrio. Porque la pobreza empobrece a todos. Y la violencia infecta a todos. La calle, allí y en toda la ciudad, hace tiempo que no es la misma calle de antes. Porque los vínculos han cambiado, se han embravecido.
"Balas", "fronteras", "drogas" son sólo algunas palabras que se repiten con cada vez más frecuencia.
Se trata de una "violencia callada": vecinos sometidos por sus propios vecinos. Rehenes en su propia casa. Que no pueden ver, oír ni hablar. Que tienen cuadras vedadas para caminar. Obligados a agachar la cabeza.
Una de estas tantas historias se comenzó a escribir el año pasado en un barrio cercano al río Suquía. Un matrimonio y su hija, adolescente, habían llegado hasta allí tras penar por diferentes sectores de la ciudad. En el caso de ellos, ser extranjeros terminó siendo sinónimo de sometimiento. Laburantes que a poco de mudarse comenzaron a sentir miradas amenazantes. Que apenas dejaban la casa por unos minutos, ya sabían que sus propios vecinos iban a intentar saquearla. "No denuncies, porque va a ser peor", fue la orden que les llegó cuando se animaron a reprochar el enésimo intento de robo.
Ya le habían roto la cerradura. Ya los habían desvalijado. Ya habían escalado por sus paredes. Y continuaban con el asedio. "Vas a tener que arrodillarte para pedirnos por favor que no te hagamos nada", les terminaron por espetar.
Ellos, las víctimas de un amenaza constante, obligados a pedir por favor.
A la hija la cruzaron camino a la escuela. "Te vamos a violar, vamos a incendiar tu casa, vamos a matar a tu mamá, vamos a matar a tu papá". Nunca más pudo hacer el mismo trayecto.
Juntaron coraje y fueron a la unidad judicial. Les ofrecieron un hotel. Refugiados en la propia ciudad. "No podemos dejar nuestra casa sin nadie", les enseñaron a los funcionarios públicos.
El expediente pasó a la fiscalía. Y el fiscal Guillermo González, apenas comenzó a leerlo, se dio cuenta de la gravedad del asunto. Casos que en la Justicia de Córdoba no son desconocidos. Pero cuya reiteración en la ciudad tampoco puede operar como un efecto narcótico en la justicia, la última esperanza que les queda a estos refugiados internos.
El pasado 1º de abril un hombre, su hijo y un amigo de este, vecinos de la misma cuadra, quedaron detenidos. El fiscal "les tiró con el código penal", como se dice en la jerga judicial cuando las imputaciones se multiplican: robo calificado por efracción, coacción calificada y amenazas. Una pena posible de entre cinco y 10 años de cárcel efectiva.
En este punto, el fiscal valoró que las amenazas tienen una figura penal agravada cuando tienen como propósito "compeler a una persona a hacer abandono del país, de una provincia o de los lugares de su residencia habitual o de trabajo".
"Advertimos que la violencia urbana viene en ascenso en Córdoba. Si bien en un principio estos hechos no aparecían como tan graves, en términos a lo que dice la ley, y tampoco se los había detenido en flagrancia, en la continuidad de los mismos y en base a la denuncia, hicimos un análisis y determinamos que el cometido de estos delitos era lograr que la mujer y su familia se fueran de la casa y que se cambiaran de barrio, lo que permitió un enfoque más grave", comentó el fiscal.
Y agregó: "Nos preocupa la violencia cotidiana, nos preocupa que esta familia no pueda vivir en su casa. Estamos ante un caso en lo que solemos estudiar como la interseccionalidad, que es cuando se van varios factores de desprotección: una mujer vulnerable, de un grupo desempoderado, migrante, con una posición económica que no era la mejor. Cuando se suman todas estas condiciones aparece una vulnerabilidad que la hace más propensa a sufrir este tipo de delitos. Por eso, nos preocupa y remarcamos que hay que denunciar y que tenemos que dar una respuesta".
En ese sentido, el fiscal fue más allá y planteó un marco general de una problemática cada vez más extendida: "Lo vengo diciendo, estamos preocupados por la gran cantidad de armas que vemos en los barrios, también vemos que está aumentando la violencia en los eventos deportivos, particularmente en los torneos de las categorías formativas en Córdoba. Y siempre estamos hablando de lo mismo: de los problemas de la convivencias y de cómo resolvemos nuestras diferencias. La vida es en comunidad, todo se comparte y se construye a través de los vínculos. Cuando las cosas están más o menos de acuerdo, los vínculos funcionan. Pero cuando surgen las diferencias, a través de los siglos, se observa que siempre se termina por imponer el más fuerte".
Y explicó: "Vemos un hilo conductor desde el conflicto entre Rusia y Ucrania hasta la relación entre Estado y ciudadano o entre empleado y empleador. Sobre todo, a través de los mandatos de masculinidad, del machito que se tiene que imponer a través de la violencia, que no puede ceder. Esas son las cosas que se deben revisar más allá de la respuesta inmediata que tiene que dar el Estado. Lo que tenemos que reformular es nuestro contrato social".
Tras las detenciones de sus vecinos, hoy la familia acosada respira con un poco más de alivio. Pero no se confía. Evita cualquier declaración pública. Teme que vuelvan a la calle, que las promesas de venganzas se cumplan. Los códigos del miedo, en los barrios donde los chicos ya no saben jugar.