Hablemos sin hablar (Cuento de Mauricio Coccolo)

La fama es puro cuento

Hablemos sin hablar

21/06/2020 | 15:05 | La historia de un padre y un hijo que soñaba con ser arquero de fútbol. Leé o escuchá

Mauricio Coccolo

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Hablemos sin hablar (Cuento de Mauricio Coccolo)

—Papi, ¿qué te hubiera gustado ser y no pudiste?

—No, nada… Yo siempre trabajé en el campo…

—Oh… tengo que poner algo…

—Bue… poné que mecánico.

Sin quererlo, las tareas de la escuela nos obligaban a hablar con mi papá sobre temas que no estábamos acostumbrados a tocar. Cada vez que nos daban un cuestionario para “responder en familia”, sentía en la panza un revoltijo como anticipo de la historia que ya conocía de memoria.

Siempre pasaba más o menos lo mismo: para responder las preguntas tenía que esperar hasta la noche, cuando mi papá volvía del campo con el cuerpo cansado, lleno de tierra aunque no se notara porque lo disimulaba el marrón de la camisa de Grafa. Cuando se sacaba la gorra le quedaba marcada una línea que le dividía la cara en dos: arriba la frente pálida y abajo el rostro castigado por el sol.

Para no ensuciar el piso, mi papá se sacaba la ropa en el umbral de la puerta. Hacía una montaña: empezaba por las zapatillas, unas Flecha azules con suela blanca, las dejaba como base de la pirámide y después seguía con el resto apilando cuidadosamente una prenda sobre la otra. Se quedaba en calzoncillos, con una infaltable camiseta blanca tipo musculosa y medias de nailon.

Como si fuera una secuencia matemática, nunca se sabía de dónde pero al rato aparecía mi mamá para juntar el montón de ropa y meterlo en el lavarropas. Previamente refregaba con detergente las manchas de grasa para aflojarlas. El ruido monocorde de las paletas, sacudiendo de un lado para el otro las prendas ocultas por la espuma del jabón en polvo, era la música que acompañaba los pasos en puntas de pie de mi papá hacia el baño. Todavía faltaba para el momento de hablar. Recién a la hora de la cena surgían las primeras —y a veces únicas— charlas que solíamos tener durante todo el día.

Después de media hora, mi papá salía del baño en chancletas, con pantalones cortos y otra camiseta-musculosa. El ritual apenas sufría algunos cambios durante el invierno: se ponía medias de toalla y, cada tanto, una campera de lana abotonada.

A eso de las 10, empezaba a preparar la sopa que tomaba religiosamente antes de cada comida. Entre otras cosas, mi papá era meticuloso con las cantidades: en una olla de acero inoxidable ponía agua hasta una línea que se había marcado porque el nivel del líquido daba siempre a la misma altura. Después del primer hervor agregaba medio caldo, preferentemente de verdura, aunque solía intercalar con algunos de pollo. Al final, ponía los fideos: de lo alto de la alacena sacaba un taper (de grande aprendí que era una marca: “Tupperawe”) que siempre estaba lleno de fideos tipo munición. Contaba cuatro cucharadas soperas bien cargadas. En realidad eran tres y media porque de la última echaba una mitad y comía la otra.

Yo lo miraba desde la mesa, mientras completaba la parte de las tareas que podía hacer solo. No me molestaba hacer las cosas de la escuela solo, pero lo complicado eran los trabajos especiales con preguntas para los mayores. Más de una vez inventé las respuestas, total nadie se daba cuenta.

No sé por qué supuse que aquella noche la respuesta podía ser distinta. Mi papá no era de hablar mucho, y menos sobre su vida. Parecía que guardaba las palabras para momentos especiales y siempre decía las cosas importantes sin decir nada, pero a eso lo entendí con el tiempo.

Alcanzaba con verle la cara, mientras soplaba la sopa para enfriarla, levantó las cejas y entre dientes dijo: “…poné que mecánico…”. Buscaba conformarme, pero no pudo impedir que se le escapara un brillo de los ojos que delataba lo que sentía. Con la mirada decía todo lo que quería decir. Y lo que no, también.

Para cambiar el aire de la charla, que se estaba espesando, al mismo tiempo que escribía, todo con mayúsculas, “ME-CÁ-NI-CO”, deletreando para adivinar dónde iba la tilde, le dije: “El sábado vienen de Banfield a hacer una prueba de jugadores y no tengo guantes”. Con eso alcanzaba para que mi papá los comprara.

Como en el pueblo no había casas de deportes, mi papá compraría los guantes la próxima vez que viajara a la ciudad. Lo único que necesitaba era que le dejara un papelito con los detalles: marca, talle, color y algunas especificaciones más si eran necesarias.

“Marca: eNeVe. Talle: tres”, anoté, sin demasiadas pretensiones, en una hoja que arranqué del cuaderno y dejé doblada, a la vista. Al otro día, cuando me levanté, el papel ya no estaba sobre la mesa: mi papá, sin más consultas, había empezado a cumplir con el pedido.

Me gustaban los guantes que usaba Navarro Montoya. También me hubiera gustado tener su buzo, el del camión, pero me parecía demasiado para tan poco proyecto de arquero. Los guantes del Mono parecían un imán que atraía la pelota hacia sus palmas, como si invitara con migas de pan a una paloma. Eran muy buenos. Demasiado buenos para ser baratos.

Como a mi mamá no le gustaba gastar plata en ropa de marca que no fuera para ir a la escuela, mi papá siempre tenía alguna salida alternativa: compró los guantes eNeVe que le había pedido, pero no los que usaba Navarro Montoya sino otro modelo de la misma marca, más baratos y, obviamente, de menor calidad.

Tenían la palma azul, como los guantes del Mono, pero eran lisos, sin relieves. Parecían de hule. Cuando trataba de agarrar la pelota, no solo que no se adhería sino que se deslizaba y pasaba limpita desfilando entre las manos. Como de perfil, pasaba.

No es casualidad que el recuerdo me atrape justo ahora, mientras nuestro equipo ataca buscando el empate después del gol increíble que me comí. Otro gol increíble en otra prueba de mierda, una más en la que no voy a quedar. Definitivamente el fútbol no es lo mío, creo que tendré que dedicarme a otra cosa. Ya me lo había dicho mi papá, sin decírmelo. 

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