¿Qué nos pasa con el himno?

¿Desde cuándo es una falta de respeto cantar el himno? ¿Por qué motivo un argentino, sea lo que sea, no venera la canción patria cuando la canta? ¿Qué importa si entona mejor o peor? ¿Hay un manual de estilo sobre cómo debe cantarse?

¿Y si no canta el himno, pero igual se emociona? ¿Y si no le sale gritarlo, pero lo siente ardiendo en las venas? Cuando hay que jurar con gloria morir, ¿es mejor llorar o no? ¿Quién dice cómo debe sentir cada uno con su cuerpo y con su espíritu?

La discusión cansa. Por qué nos cuesta tanto entender que la canción patria nos pertenece a todos, pero no es de nadie. Aunque algunos parece que se la quisieran adueñar, la meten en una cajita de cristal, ¡y guarda con tocarla porque se rompe!

Si sabrá Lionel Messi de estas discusiones inconducentes que tanto disfrutan algunos compatriotas. Pobre pibe, lo volvieron loco: amargo, pecho frio, catalán, no canta el himno. Un día se dejó ganar por los odiadores y les explicó que él no necesitaba cantarlo para sentirlo porque cada uno lo vive a su manera. Simple. Pero otro día decidió que tenía ganas de cantar el himno y lo cantó. ¿Qué pasó entonces? La discusión fue por qué ahora sí Messi canta el himno. ¡Uf! Qué difíciles que somos.

¿Los Pumas son más patriotas porque cantan el himno más fuerte y hasta lloran de la emoción? No faltará el que piense que sí. Qué fácil sería para nosotros, los argentinos, si la patria se arreglara a los gritos. El problema es que nos encanta gritar nuestras verdades, pero odiamos escuchar las de los otros.

Dónde habrán quedado aquellos que fuimos cuando éramos chicos. Guardapolvos impecables. Formados en filas ordenaditos de menor a mayor, tomando distancia. El mástil esperando, mientras aparecía la tela celeste y blanca custodiada por las sabias manos de la maestra. ¡Qué orgullo sentíamos cuando nos tocaba izar la bandera!

Nos transpiraban las manos de la emoción. El ruido de la polea era lo único que se escuchaba en todo el patio de la escuela. A medida que subía, la seguíamos con la mirada desde abajo y cuando hacía tope, allá arriba, flameaba con ella una parte de nosotros. Una parte de todos.

En la escuela, en el patio de adelante, izábamos la bandera todos los días. Era una ceremonia que no perdía el encanto, aunque fuera siempre igual. Uno de las pocas mañanas diferentes fue una de esas imposibles de olvidar. La gente que circulaba por la calle de la escuela era testigo circunstancial del izamiento de la bandera. De los pocos que pasaban, nadie se frenaba. Hasta que un día uno se paró. Se paró y se sacó la gorra. Fue el viejito Piccollini.

El viejito Piccollini era uno de esos viejitos que todo el mundo conoce, andaba siempre en una bicicleta roja, despintada, con una gorra de tela en verano y otra de gabardina en invierno. Había llegado al pueblo desde Italia, después de la Primera Guerra. No tenía familia, pero era amigo de todos. Hablaba un cocoliche atravesado y se le mezclaba lo que decía con lo que quería decir.

Ese viejito italiano, que apenas podía sostenerse en pie, aquella mañana de aquel frío invierno, se bajó de la bicicleta, la apoyó contra el cordón, se sacó la gorra y respetuosamente saludó a la bandera argentina. Que no era la bandera de su patria, pero él la sentía como si lo fuera. Y lo era.

Ese día, aprendimos que la patria se hace. Se hace haciendo.