La fama es puro cuento
13/11/2020 | 15:37 | "La última vez que recordó aquella noche, a la que cada tanto vuelve sin quererlo, fue mientras tomaba unos mates de parado en la cocina". Escuchá o leé el cuento de Mauricio Coccolo.
Redacción Cadena 3
Mauricio Cóccolo
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Una noche de cancha (cuento de Mauricio Coccolo)
Algunos detalles se le escapan de la memoria. Los recuerdos son bravos y conviene no revisarlos demasiado porque de repente, sin previo aviso, se meten por la puerta de la nostalgia y se quedan dando vueltas todo el día.
No sabe si lo pensó después o lo sintió en el momento, pero la última vez que recordó aquella noche, a la que cada tanto vuelve sin quererlo, fue mientras tomaba unos mates de parado en la cocina, apoyado contra la mesada.
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Casi todos los días, antes de salir, toma unos mates en el mismo lugar, pero no siempre lo asaltan los recuerdos. Le gustaría evitar que la memoria le maneje el estado de ánimo, pero no puede. La bombilla caliente, el humito saliendo desde la yerba mojada, la mirada fija en la nada, el sol del amanecer colándose por la persiana, iluminando un concierto de polillas, todo parece confabularse con los recuerdos.
Algunas veces recuerda que la cancha estaba llena, vuelve a ver la multitud envuelta por los cantos de la hinchada y aspira profundo para sentir el olor de los choripanes mezclado con el humo de los cigarrillos. Los olores siempre lo trasladan en el tiempo. Escucha los gritos cruzados, las voces enredadas. Otras veces le pasa todo lo contrario y lo aturde el silencio de las tribunas vacías. Percibe los murmullos de algunas gargantas cansadas, hartas de empujar a un equipo inmóvil.
Hacía frío, mucho frío, de eso está seguro. Al partido no le prestaba demasiada atención porque prefería jugar con el humito del vapor que le salía de la boca, tratando de imitar los anillos de humo que hacía su papá cuando fumaba en el fondo del patio.
Su papá fumaba mucho, pero no fumaba siempre de la misma forma. En la cancha se comía los cigarrillos, uno atrás del otro, y largaba el humo por la nariz como si expulsara los nervios del cuerpo. En algunos partidos, cuando el equipo ganaba con cierta holgura, se sentaba en el segundo escalón de la tribuna, en diagonal al arco, cruzaba las piernas y con el codo apoyado sobre la rodilla pitaba un poco más tranquilo. Solo un poco.
Los anillos de humo que hacía su papá cuando fumaba plácidamente sentado en el fondo del patio eran una forma de expresar tranquilidad. Le salían perfectos, redondos como arandelas que ondeaban hasta esfumarse. Esa destreza le llamaba tanto la atención que trataba de imitarla, y los partidos a la noche, en invierno, eran el mejor lugar para hacerlo. La bruma espesa generaba el ambiente ideal para juntar vapor y soltarlo como si estuviera fumando de verdad.
En esas noches de cancha junto a su papá aprendía todo lo que no le enseñaban en otros lugares: a hablar y reírse con desconocidos, o abrazarse después de un gol con personas que no volvería a ver nunca más. Aprendía las mañas de los que entraban sin pagar o las historias de los grupitos que estaban más interesados en sus negocios que en los pases que metía el diez.
Además, descubría palabras nuevas. El repertorio era variado, desde insultos y agresiones, hasta reproches graciosos, pasando por expresiones subidas de tono y otras enigmáticas en un código que solo entendían los adultos.
Todas las palabras que aprendía en la cancha no le servían para mucho más que presumir delante de los compañeritos en la escuela. No las podía usar. Y menos a los insultos porque a su papá no le gustaba que dijera malas palabras. Nunca se lo había dicho, pero él se daba cuenta. Como una brisa se le cruzó la mirada de su papá cuando le hablaba con los ojos. Con los ojos le hablaba.
En la cancha discutían sobre muchas cosas, pero nunca hablaban de ellos, de cómo estaban o qué les pasaba. Jamás habían tenido esas famosas conversaciones entre hombres, pero igual sentía que de lo importante habían hablado aún sin hablarlo.
La noche que trata de recordar, y se le mezcla con otras que preferiría olvidar, hablaron sobre el arquero: a los dos les parecía increíble la capacidad que tenía para darse cuenta de quién lo insultaba desde la tribuna. Incluso pensaron una teoría disparatada: los arqueros tienen ojos en la nuca para saber dónde está el arco a sus espaldas, pero también para identificar a los que insultan.
Todavía puede ver las venas infladas de un hincha que no paraba de gritarle “fracasado” al arquero. A su propio arquero. “Fra-ca-sa-do”, le gritaba deletreando con una mezcla de odio y sarcasmo. Cuando el arquero se arrimaba al tejido para buscar la pelota después de un remate desviado, el tipo ponía cara de nada y se escondía en silencio entre la multitud. Apenas el arquero giraba de nuevo hacia la cancha, volvía el grito reiterado y fastidioso.
Sobre el final del partido, en una de las tantas veces que se agachó para tomar la pelota, el arquero levantó la mirada y desde abajo buscó al hincha que lo había estado insultando. Lo señaló con el dedo enguantado y le dijo bien claro y fuerte para que todos lo escucharan: “¿Preguntale a tu señora cómo le fue con este fracasado?”. Algunos se rieron de la ocurrencia y otros quedaron perplejos porque daba la sensación de que el arquero sabía muy bien qué, y sobre todo a quién, le acababa de responder.
Envuelto por un silencio de bronca y vergüenza, el hincha que se había pasado todo el partido gritándole fracasado al arquero de su equipo, hundió la pera contra el pecho, movió levemente los hombros y se fue caminando, mirando al piso, mientras rumiaba una respuesta que nunca le salió. En la tribuna abundaban las especulaciones sobre lo que había pasado.
Tantos años después, todavía le da vergüenza recordar que lo único que le importaba era saber qué significaba “fracasado”. Como quien no quiere la cosa le preguntó a su papá: “¿Qué es un fracasado?”. El padre, sin dudarlo, le contestó: “Alguien que no se animó a ser lo que quería y por eso vive insultando a los otros”. No sabe de dónde sacó coraje, pero se animó a una pregunta más: “¿Y vos, papi: sos lo que querías ser?”. El sí, firme y contundente, todavía le retumba en los oídos como una enseñanza eterna.
Como la escena de una película repetida mil veces, vuelve a ver los ojos vidriosos de su papá y la mano derecha enorme agarrándolo fuerte. Siempre salían un rato antes de que terminara el partido para evitar la montonera de gente. Caminaban despacito entre los hinchas, relojeando si pasaba algo en los últimos minutos. Confirmaban el resultado final cuando escuchaban los murmullos desde la calle. Después esperaban hasta que llegara el colectivo. En silencio.
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