La única fábrica que hay que cerrar

La quinta pata del gato

La única fábrica que hay que cerrar

05/08/2021 | 11:04 | Por Adrián Simioni.

Adrián Simioni

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La única fábrica que hay que cerrar

La pobreza en Argentina no cede. Según el Indec, en el primer trimestre se agregaron 2,5 millones de pobres respecto del primer trimestre del año pasado. En porcentaje, el año pasado el 34,6% de la población era pobre. Este año es el 39,5%.

La pregunta de muchos es ¿cómo revertir la pobreza? Tal vez no sea la pregunta correcta. Tal vez hay que preguntarse qué hay que hacer para dejar de generar cada vez más pobres. Hay que cerrar, de una vez, esa fábrica.

¿Y cómo hacerlo?

Aparecen dos cosas claras.

La experiencia internacional y la teoría económica no dejan lugar a dudas: lo primero que hay que hacer para dejar de producir pobreza es terminar con la inflación. Y lo prueba el propio Indec. Mirá este dato: los ingresos de todo tipo de los argentinos más humildes, año contra año, crecieron 27%. Pero en el mismo lapso la inflación subió 41%.

No discutamos más lo que ya sabe todo el mundo: cuando el Estado gasta más de lo que puede genera inflación. Entonces, incluso si cree que gasta para ayudar a los más pobres, termina produciendo más pobres que los pobres a los que dice ayudar. La inflación destruye el tejido productivo, las empresas y la inversión, destruye las fábricas de riqueza.

La otra cuestión es que el Estado tiene que dejar de subsidiar a la pobreza, tiene que apoyar la salida de la pobreza; tiene que dejar de subsidiar el desempleo abierto y disfrazado, y tiene que empezar a facilitar el trabajo en serio.

Mirá el ejemplo de Resistencia, Chaco. La pobreza es del 53,6%. Récord del país. Pero sólo trabaja el 38% de la población. Es poco en comparación al país. Pese a eso tiene un desempleo de apenas 4,7%, de los más bajos del país. Encima, de los que tienen un empleo, la mayoría lo tiene en el Estado, con bajísimos niveles de productividad.

O sea, la sociedad chaqueña está como adormecida, sumida en un letargo creciente. Son muchos los que no trabajan de verdad, porque cobran un sueldo estatal o reciben subsidios sociales, en gran parte financiados con impuestos que pagan los que trabajan, que son cada vez menos. Por supuesto, en una sociedad que no trabaja, la riqueza que se produce para repartir es poca. Con los años, esas comunidades parecen ir acostumbrándose a esa decadencia lenta, donde las expectativas de mejorar y las ambiciones son cada vez menores, pero donde se puede sobrevivir sin trabajar.

Estas dos cosas deben terminar. La inflación que genera el gasto insostenible del Estado en sueldos y subsidios tiene que dejar de destruir las fábricas de riqueza. Y el gasto del Estado mal hecho debe dejar de seguir inaugurando fábricas de pobreza.

Está claro. Sólo se necesitan líderes capaces de convencernos y de copiar lo que muchos otros países ya hicieron.

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