La corrupción tiene consecuencias fatales

La tragedia de Once está clavada en la memoria de los argentinos, como uno de los hechos más espantosos de la historia reciente en nuestro país.

Junto a los ataques terroristas a la Embajada de Israel (1992) y a la Daia (1994), las explosiones en la fábrica militar de Río Tercero (1995), la catástrofe del avión de Lapa (1999) y el incendio en el boliche Cromañón (2004), el siniestro del 22 de febrero de 2012 forma parte de los sucesos más horrorosos sufridos por los argentinos.

Los hierros retorcidos, los desesperantes quejidos de los sobrevivientes y el angustiante ir y venir de los socorristas, han quedado grabados a fuego en nuestros recuerdos colectivos.

Ocho años y siete meses después del siniestro, la Justicia dio respuesta a los reclamos de los familiares de las víctimas y confirmó condenas a funcionarios y empresarios, a quienes también se sumó el maquinista por su accionar negligente.

Aunque para muchos las penas aplicadas resultaron insuficientes, se logró demostrar que los vínculos corruptos entre funcionarios y empresarios fueron los desencadenantes centrales de la tragedia. Y las penas implicaron prisión efectiva.

Anecdóticamente, todavía se registran quejas porque al ex secretario de Transporte de la Nación, Juan Pablo Schiavi, se le permitió acortar la condena y terminarla de cumplir en su casa porque hizo un curso para tocar el ukelele.

Resta definir si a los familiares de las víctimas les corresponde recibir indemnizaciones, tal como propusieron legisladores del Pro, con un proyecto que aún no ha llegado al puerto deseado por sus impulsores.

La tragedia de Once demostró el sinsentido de aquella frase popular, que encierra un claro dejo de resignación: “roban pero hacen”. La corrupción tiene consecuencias gravísimas, en algunos casos mortales como en la tragedia de Once, pero siempre con profundas implicancias sociales.