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11/08/2022 | 06:59 | “El panadero” es el tercer título en lo que va del año de este autor que ya lleva publicados más de 100 libros. Leé un fragmento.
Redacción Cadena 3
Un fragmento del libro:
Esa vez algo me trajo a la mente un dato que había leído cuando era chico: una mariposa macho podía oler a una hembra de su especie a una distancia de kilómetros, a través de bosques espesos, ríos, montañas, y sobre todo, más que cualquier accidente geográfico, a través de la maraña inclasificable de olores, entre los que su sentido del olfato tendría que irse abriendo paso como por un laberinto de mil puertas. Aquella información que no sé de qué enciclopedia infantil saqué no lo decía, por respeto a la inocencia de sus pequeños lectores, pero era obvio que esa portentosa hazaña de los sentidos tenía por fin el apareamiento. La mariposa, eso lo sabía yo sin que nadie me lo dijera, era el órgano sexual que desprendía una oruga al morir, para asegurar la supervivencia de la especie. De ahí que estuviera dotada de un olfato extrafino, ya que toda su función en la brevísima vida que se le concedía era reproducirse. Los bailoteos en el aire, los besos a las flores, el colorido y el polvillo iridiscente eran todos adornos que distraían a los demás pero no a ella, urgida como estaba para realizar la única tarea que la justificaba.
Esa existencia segunda como sexo desprendido de un ser que había madurado dolorosamente para producirlo y lanzarlo al mundo, le daba a la mariposa su halo de irrealidad, de fata morgana, asociado a las flores que también eran órganos sexuales. Frente a este enfoque poético estaba la ciencia que sacaba a la luz los secretos de los seres vivos, sus ardides ingeniosos o los desarrollos prodigiosos de un órgano o una capacidad, siempre con el objetivo irrenunciable de la reproducción.
No me abandonaba la idea de ese olfato hipersensible capaz de atravesar la distancia y las barreras que la distancia contenía. Alcé la vista, midiendo el espacio como si me viera ante ese desafío. Las mujeres chinas que daban su caminata a esa hora, empolvadas y perfumadas, los perros hediondos, los árboles cargados de los sudores de sus resinas, todos los aromas arremolinados haciendo obstáculo, y allá abajo la avenida Asamblea como una pista de carreras cubierta de autos, motos y los colectivos con los escapes humeantes, todo un hervor en el aire. ¿Sería cierto? ¿Quién lo decía? La ciencia suele dictar con prepotencia sus hallazgos y barrer las dudas bajo la alfombra. No creo que un naturalista de antaño, como me habría gustado serlo, pudiera haber encontrado ese comportamiento reproductivo de la mariposa. ¿Cómo iba a poder? Sólo imaginárselo. En cambio el lepidopterólogo moderno, con aparatos digitalizados y miscroscopios de distancia, dejaba que los datos vinieran a él en una pantalla.
¿Cómo? Yo también debía recurrir a la imaginación, como el naturalista antiguo, con el que me identificaba. El pensamiento inevitablemente me llevaba a esa especie de nostalgia dolorosa adolescente por las cosas que uno ignora, que sabe que son innumerables, aventuras interesantes de la Enciclopedia, que quedarán por siempre fuera de su alcance. En el caso de los pequeños seres vivientes, algunos tan pequeños que se confundían con una célula, o directamente eran una célula, lo único que debían saber era cómo reproducirse, y eso lo sabían muy bien. Les bastaba con eso. A juzgar por lo de la mariposa, esos mecanismos de apareamiento eran complicados, sutiles, requerían habilidades que parecían superpoderes, toda la vida de un estudioso con asistentes y costosos aparatos no alcanzaba, o alcanzaba justo justo, para elucidar cómo lo hacía un bichito de medio centímetro. ¿Cuántos años de pruebas y cuantos millones habían sido necesarios para poder asegurar que la mariposa macho realmente podía oler a la hembra a kilómetros de distancia? Y eso era apenas el preliminar del apareamiento, apenas la localización de la pareja. Después venía el acto en sí, que requería otros tantos o más años de estudio, y más millones en subsidios provistos por las improbables instituciones interesadas en la vida de las mariposas.
La tarde declinaba. Los ciclistas empezaban a encender las lucecitas blancas de los manubrios. La sombra se espesaba en las matas, los pimpollos del extenso rosedal exhalaban el último brillo rosado. Era hora de volver.
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