Un cuento distinto
24/12/2021 | 19:00 | El relato de una de las plumas más reconocidas, publicado en el New York Times el 25 de diciembre de 1990. Un cuento poco común, para una Navidad poco común.
Este cuento me lo contó Auggie Wren. Como Auggie no queda muy bien, o por lo menos no tan bien como él quisiera, me pidió que no usara su nombre verdadero. Más allá de eso, todo el asunto de la billetera extraviada y la mujer ciega y la cena de Navidad es tal cual él me lo contó.
Hace ya casi once años que Auggie y yo nos conocemos. Trabaja detrás del mostrador en una tabaquería de la calle Court, en el centro de Brooklyn, y como es el único negocio que tiene los puritos holandeses que me gusta fumar, a menudo paso por ahí. Durante mucho tiempo apenas si me fijé en Auggie Wren. Era el extraño hombrecito que usaba un abrigo azul con capucha y me vendía cigarros y revistas; el personaje pícaro y ocurrente que siempre tenía algún comentario gracioso sobre el tiempo o los Mets o los políticos de Washington, y hasta ahí llegaba mi interés.
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Pero un día, hace algunos años, él hojeaba una revista en el negocio cuando se topó con la reseña de uno de mis libros. Supo que era yo por la foto que acompañaba la reseña, y después de eso las cosas entre nosotros cambiaron. Dejé de ser un cliente más y me convertí en una persona distinguida. A la mayoría de la gente no le importa en lo más mínimo ni los libros ni los escritores, pero resultó que Auggie se consideraba un artista. Y ahora que había desentrañado el secreto de mi identidad, me aceptó como un aliado, un confidente, un igual. Para serles sincero, aquello se me hacía bastante embarazoso. Después, casi inevitablemente llegó el momento en que me preguntó si me gustaría ver sus fotos. Y dado el entusiasmo y su buena voluntad, no parecía haber forma de rechazarlo.
Sólo Dios sabe qué esperaba encontrarme. Pero sin duda no fue lo que Auggie me mostró al día siguiente. En una habitación pequeña y sin ventanas al fondo del negocio, abrió una caja de cartón y sacó doce álbumes de fotos, todos negros, idénticos. Era la obra de su vida, me dijo, y no le llevaba más de cinco minutos al día realizarla. Cada mañana de los últimos doce años, a las siete en punto, se había parado en la esquina de la avenida Atlantic y la calle Clinton y había sacado una sola foto a color, siempre de la misma vista. El proyecto abarcaba ahora más de cuatro mil fotografías. Cada álbum representaba un año diferente, y las fotos seguían un orden, desde el 1° de enero hasta el 31 de diciembre, con las fechas apuntadas con cuidado debajo de cada una.
Mientras pasaba las hojas de los álbumes y estudiaba la obra de Auggie, no sabía qué pensar. Mi primera impresión fue que se trataba de lo más extraño y desconcertante que jamás hubiera visto. Todas las fotografías eran iguales: un abrumador ataque de repetición, la misma calle y los mismos edificios una y otra vez, un delirio sin fin de imágenes redundantes. No se me ocurría qué decirle a Auggie, así que seguí pasando las páginas, asintiendo con la cabeza en falsa señal de apreciación. Auggie parecía imperturbable mientras me observaba con una amplia sonrisa. De pronto, después de varios minutos, me interrumpió para decir:
–Vas demasiado rápido. Nunca lo podrás entender si no vas más despacio.
Tenía razón, por supuesto. Si uno no se toma el tiempo para mirar, nunca logrará ver nada. Elegí otro álbum y me obligué a ir más despacio. Presté mayor atención a los detalles, noté los cambios de clima, observé los variantes ángulos de la luz a medida que las estaciones avanzaban. Pude detectar finalmente las sutiles diferencias del tránsito, anticipar el ritmo de los distintos días (el tumulto de las mañanas laborales, la quietud relativa de los fines de semana, el contraste entre los sábados y los domingos). Y así, poco a poco, fui reconociendo las caras de las personas en el fondo, los transeúntes en su camino al trabajo, la misma gente en el mismo lugar cada mañana, viviendo un instante de sus vidas en el objetivo de la cámara de Auggie.
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Una vez que llegué a conocerlos, empecé a estudiar sus posturas, la forma en que se comportaban de mañana en mañana. Traté de descubrir, a través de esos indicios externos, sus estados de ánimo, como si pudiera imaginarles historias, como si pudiera penetrar en los dramas invisibles encerrados en sus cuerpos. Elegí otro álbum. Ya no me sentía aburrido ni perplejo como al principio. Comprendí que Auggie estaba fotografiando el tiempo, el tiempo natural y el tiempo humano, y lo hacía plantándose en una minúscula esquina del mundo y deseando que fuera suya, montando guardia en un espacio que había elegido para él mismo. Auggie sonreía de placer mientras me observaba examinar su trabajo. Luego, casi como si estuviera leyéndome los pensamientos, se puso a recitar una línea de Shakespeare.
–Mañana y mañana y mañana –susurró–. El tiempo se desliza con paso mezquino.
Entonces entendí que él sabía perfectamente lo que estaba haciendo.
Esto sucedió hace más de dos mil fotografías. Desde aquel, día Auggie y yo hemos hablado de su obra muchas veces, pero recién la semana pasada me enteré cómo consiguió la cámara y empezó a sacar fotos. Fue la historia que me contó y que todavía estoy tratando de entender.
A principios de esa misma semana, un hombre del New YorkTimes me llamó y me preguntó si estaría dispuesto a escribir un cuento para que se publicara en el periódico la mañana de Navidad. Mi primer impulso fue decir que no, pero el hombre era muy amable e insistente, y hacia el final de la conversación le dije que iba a intentarlo. Pero apenas corté, caí en un profundo pánico. ¿Qué sabía yo de la Navidad?, me pregunté. ¿Qué sabía yo de escribir cuentos por encargo?
Pasé los siguientes días en un estado de desesperación, batallando con los fantasmas de Dickens, O. Henry y otros maestros del espíritu navideño. La sola frase «cuento de Navidad» me traía asociaciones desagradables, evocaba espantosas efusiones de sensiblería y sentimentalismo hipócrita. Incluso en sus mejores versiones, los cuentos de Navidad no eran más que sueños en los que los deseos se hacen realidad, cuentos de hadas para adultos, y yo nunca me hubiera permitido escribir ese tipo de cosas. Y sin embargo, ¿es posible que alguien se proponga escribir un cuento de Navidad insensible? Era una contradicción, una imposibilidad, una perfecta paradoja. Era lo mismo que imaginarse un caballo de carreras sin patas o un gorrión sin alas.
No avanzaba. El jueves salí a dar una larga caminata, con la esperanza de que el aire me aclarara las ideas. Justo después del mediodía me detuve en la tabaquería para abastecer mis provisiones y ahí estaba Auggie, parado como de costumbre detrás del mostrador. Me preguntó cómo andaba. Casi sin quererlo, me encontré quitándome el peso de mis problemas ante él.
–¿Un cuento de Navidad? –me dijo cuando terminé–. ¿Eso es todo? Si me invitas a almorzar, te contaré el mejor cuento de Navidad que jamás hayas escuchado. Y te garantizo que cada palabra es cierta.
Fuimos caminando hasta Jack’s, un bar ruidoso y atestado de gente, con buenos sándwiches de pastrami y fotos de antiguos equipos de los Dodgers colgadas en la pared. Encontramos una mesa en el fondo, pedimos la comida y Auggie se lanzó a contarme la historia.
–Fue en el verano del ’72 –me dijo–. Una mañana, un chico entró en el negocio y empezó a robar cosas. Tendría unos diecinueve o veinte años y creo que no he visto en mi vida a un ratero más patético. Estaba parado en la otra punta, junto al exhibidor de libros con los que se iba llenando los bolsillos del impermeable. Al principio no lo vi porque en ese momento había mucha gente cerca del mostrador. Pero una vez que me di cuenta, comencé a gritar. El chico salió corriendo como una liebre y cuando pude dar la vuelta al mostrador él huía a toda velocidad por la avenida Atlantic. Lo perseguí durante media cuadra y después me rendí. Se le había caído algo mientras escapaba; como yo no tenía ganas de seguir corriendo, me incliné para ver qué era.
Resultó que era su billetera. No encontré nada de dinero adentro, pero sí la licencia de conducir junto con tres o cuatro fotos. Supongo que pude haber llamado a la policía para que lo arrestaran. Tenía su nombre y dirección en la licencia, pero me dio un poco de pena. Era un pobre muchacho y cuando miré las fotos de la billetera, no pude enojarme con él. Robert Goodwin.
Así se llamaba. Recuerdo que en una de las fotos estaba de pie abrazando a su madre o a su abuela. En otra, a los nueve o diez años, estaba vestido con un uniforme de béisbol y una gran sonrisa en la cara. No pude hacerlo. Pensé que quizás estaba drogado. Un pobre chico de Brooklyn, sin demasiadas oportunidades, y además ¿qué importaban unos pésimos libros de bolsillo?
Me quedé con la billetera. Cada tanto sentía el impulso de devolverla, pero fui demorándome y nunca me decidí.
Finalmente llega la Navidad y me encuentro sin nada que hacer. El jefe suele invitarme a pasar el día en su casa, pero ese año estaba con su familia en Florida, en lo de unos parientes. Así que esa mañana estoy sentado en mi departamento, sintiendo lástima por mí mismo, y veo la billetera de Robert Goodwin sobre un estante de la cocina. Qué diablos, me digo, por qué no hacer algo bueno una vez en la vida. Y me pongo el abrigo y salgo a devolver la billetera.
La dirección quedaba en Boerum Hill, en algún monoblock de viviendas. Ese día helaba y recuerdo que me perdí tratando de encontrar el edificio. Allí todo se parece y recorres una y otra vez el mismo lugar creyendo que vas a otro. Por fin llego al departamento y toco el timbre. No pasa nada. Supongo que no hay nadie pero vuelvo a probar para asegurarme. Espero un poco más y justo cuando estoy a punto de irme, oigo que alguien se acerca a la puerta arrastrando los pies. Una voz de vieja pregunta quién es y yo le respondo que busco a Robert Goodwin.
–¿Eres tú, Robert? –dice la vieja. Luego destraba unas quince cerraduras y abre la puerta.
Tendrá unos ochenta años, quizá noventa, y lo primero que noto es que es ciega.
–Sabía que vendrías, Robert –me dice–. Sabía que no te ibas a olvidar de la abuelita Ethel en Navidad.
Y abre los brazos como si fuese a abrazarme.
No me pude detener a pensar, ¿entiendes? Tenía que decir algo rápido y, antes de saber lo que estaba pasando, las palabras se me escaparon de la boca.
–Así es, abuelita Ethel. Vine a verte en Navidad.
No me preguntes por qué lo hice. No tengo la menor idea. Tal vez no quería desilusionarla. No sé. Eso fue lo que ocurrió. Y de pronto, la vieja me estaba abrazando en la puerta y yo también la abrazaba.
No le dije que era su nieto. Por lo menos, no con esas palabras. Aunque eso era lo que se deducía, nunca traté de engañarla. Era una especie de juego que ambos decidimos jugar sin tener que ponernos de acuerdo en las reglas. Lo que quiero decir es que la mujer sabía que yo no era su nieto Robert. Era vieja y chocheaba, pero no estaba tan loca como para no distinguir entre un extraño y alguien de su propia sangre. Sin embargo, fingir la hacía feliz, y yo que no tenía nada mejor que hacer me sentí feliz de seguirle la corriente.
Así que entramos en el departamento y pasamos el día juntos. Podría agregar que el lugar era una verdadera pocilga, pero ¿qué cabe esperar de un ama de casa que es ciega? Cada vez que me preguntaba cómo andaba, yo le mentía. Le dije que había encontrado un buen trabajo en una tabaquería. Le dije que estaba por casarme. Le conté miles de historias y ella hizo como si me las creyera una a una.
–¡Qué bueno, Robert! –asentía con la cabeza y sonreía–. Siempre supe que las cosas te saldrían bien.
Después de un rato empecé a tener hambre. Al parecer, no había mucha comida en la casa así que fui hasta un negocio del barrio y compré una mezcolanza de cosas. Un pollo precocinado, sopa de verduras, una fuente de ensalada de papas, torta de chocolate y toda clase de comidas. Ethel sacó un par de botellas de vino que tenía escondidas en su dormitorio y así, entre los dos, logramos preparar una cena de Navidad bastante decente. Con el vino nos pusimos un poco alegres y recuerdo que cuando terminamos de comer fuimos a sentarnos en el living, porque las sillas eran más cómodas. Tuve ganas de hacer pis. Le pedí permiso y fui al baño que quedaba en el pasillo. Y entonces las cosas dieron otra vuelta de tuerca. Ya era una tontería que me hiciese pasar por el nieto de Ethel, pero lo que hice a continuación fue una completa locura y nunca me lo he perdonado.
Entré al baño y vi, amontonadas en una pila contra la pared al lado de la ducha, seis o siete cámaras de fotos. Cámaras sin estrenar, aún en sus cajas, mercadería de primera calidad.
Deduje que eso era obra del verdadero Robert, un lugar para almacenar uno de sus más recientes botines. Nunca en mi vida había sacado una foto, y mucho menos robado algo, pero en cuanto vi esas cámaras en el baño decidí que tomaría una para mí. Así de rápido. Y sin siquiera detenerme a pensarlo me metí una de las cajas bajo el brazo y volví al living.
No pude haber tardado más de tres minutos, pero en ese tiempo la abuelita Ethel se había quedado dormida en su silla. Demasiado Chianti, supongo. Fui a la cocina a lavar los platos y, pese al ruido, ella siguió dormida, roncando como un bebé. Como no parecía haber motivo para molestarla, decidí marcharme. En vistas de que era ciega, ni siquiera pude escribirle una nota, así que simplemente me fui. Puse la billetera del nieto en la mesa, volví a tomar la cámara y salí del departamento. Y ése es el fin de la historia.
–¿Alguna vez regresaste a verla?–le pregunté.
–Una vez –me dijo–. Tres o cuatro meses más tarde.
Me sentía tan mal por haberle robado la cámara que todavía no había usado, que decidí devolvérsela. Pero Ethel ya no vivía más ahí. No sé qué habrá sido de ella. El hombre que se había mudado al departamento no me pudo decir dónde estaba.
–Es probable que haya muerto.
–Sí, es probable.
–Eso quiere decir que pasó contigo su última Navidad.
–Creo que sí. Nunca lo había pensado de esa forma.
–Fue una buena obra, Auggie. Hiciste por ella algo muy lindo.
–Le mentí y después le robé. No sé cómo puedes decir que fue una buena obra.
–La hiciste feliz. Y de todos modos la cámara era robada.
No es lo mismo que habérsela sacado al verdadero dueño.
–Todo por el arte, ¿eh, Paul?
–Yo no diría eso. Pero por lo menos le diste buen uso a la cámara.
–Y ahora ya tienes tu cuento de Navidad, ¿no es cierto?
–Sí –dije–. Creo que sí.
Me detuve por un momento y estudié a Auggie mientras una sonrisa maliciosa se extendía por su cara. No podría asegurarlo, pero en ese instante tenía una mirada tan misteriosa, tan llena de algún profundo regocijo, que de pronto se me ocurrió que había inventado todo. Estuve a punto de preguntarle si me había engañado, pero enseguida comprendí que nunca me lo diría. Yo le había creído y eso era lo único que importaba. Mientras haya una sola persona que se la crea, no hay historia que no sea cierta.
–Eres un genio, Auggie –dije–.Gracias por ayudarme.
–De nada –me respondió mirándome aún con ese brillo maníaco en los ojos–. Después de todo, si no puedes compartir los secretos, ¿qué clase de amigo eres?
–Creo que te debo una.
–No, claro que no. Sólo escríbelo tal como te lo conté y no me deberás nada.
–Salvo el almuerzo.
–Así es. Salvo el almuerzo.
Respondí a su sonrisa con otra sonrisa mía. Llamé al mozo y le pedí la cuenta.
Paul Auster.
Nacido en Newark, New Jersey, el 3 de febrero de 1947, Paul Auster comenzó a escribir a los 12 años. Estudió en la Columbia University y vivió en París en diversas épocas. Sus otras dos pasiones son el cine y el béisbol. La adaptación de este cuento a la pantalla grande fue realizada por el escritor
Traducción: Mariana Vera
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