Maravillas de este siglo
02/06/2020 | 07:42 |
María Rosa Beltramo
En la noche del domingo el presidente Donald Trump fue conducido por agentes del servicio secreto al búnker mientras por primera vez en la historia se apagaban las luces de la Casa Blanca, el principal faro de poder mundial. Cerca de la entrada, la indignación de los manifestantes seguía encendiendo fogatas y policías fuertemente pertrechados intentaban blindar la sede del gobierno, amenazada por la bronca nacida en Minneapolis cuando el oficial Derek Chauvin ignoró las quejas de George Floyd y lo dejó morir bajo el peso de su rodilla.
La historia es conocida y con pocas variantes se ha repetido con preocupante frecuencia en distintos escenarios de la extendida geografía norteamericana. Un policía blanco mata a un ciudadano afroamericano. En cuestión de horas llega la respuesta popular. Se organizan las marchas y el clamor sube, se amplifica y altera la escasa normalidad que dejó en pie el coronavirus.
Nueva York, Filadelfia, Dallas, Las Vegas, Seattle, Des Moines, Memphis, Los Angeles, Atlanta, Miami, Portland, Chicago y Washington se convierten en cajas de resonancia del pedido de justicia y poco pueden hacer las autoridades para restablecer el orden cuando empiezan los saqueos y la chispa más fugaz termina en incendio.
Y todo ocurre mientras continúa avanzando la pandemia y se acumulan los muertos, en un país que hace tres meses tenía el índice de desempleo más bajo de los últimos 50 años y exhibe ahora el peor desde la depresión. No hay ánimo, paciencia ni reservas para soportar en semejante escenario un crimen que en otro lugar podría pasar por un accidente pero en Estados Unidos resulta la consecuencia casi lógica del racismo.
En el cine y la literatura suele dar la impresión de que la raza es un asunto superado y que los desafíos en el siglo XXI pasan por otros andariveles. El país tuvo además por dos períodos consecutivos un presidente del mismo color de los que vienen muriendo a manos de policías acostumbrados a disparar primero y preguntar después ,cuando tienen un negro al frente.
Nada de eso alcanza para conmover ideas y sentimientos que hunden sus raíces en los comienzos de la historia de esa nación. Una de las detenidas en las manifestaciones del fin de semana es Chiara, la hija del alcalde de Nueva York, Bill de Blasio, un grandote rubio que se casó con una mujer afroamericana.
Como si intuyera lo que se venía, en los primeros meses de su gestión y ante otro episodio de racismo se animó a decir ante un grupo de uniformados y en un acto público, que estaba seguro de que sus hijos no podrían acercarse a un policía con la tranquilidad de otros, por el color de su piel. La respuesta no se hizo esperar, los uniformados giraron en mitad del discurso y permanecieron de espaldas hasta que el alcalde terminó de hablar.
En la misma ceremonia había cuestionado la decisión de un gran jurado de no presentar cargos contra un agente involucrado en la muerte de Eric Garner, otro ciudadano negro que murió asfixiado luego de que un oficial le aplicara una llave para controlarlo por resistirse al arresto. Igual que Floyd pero seis años antes , las últimas palabras de Garner fueron “no puedo respirar”.
La coincidencia es trágica y habla de que lo ocurrido no sirvió de enseñanza ni alcanzó para que se actuara distinto. Nadie sabe cuánto dolor insumirá cerrar este episodio. Por ahora es una película de final imprevisible, de ciudades con toque de queda, locales que arden, policías armados hasta los dientes y, como en La Caída de la Casa Blanca, un presidente al que sus guardaespaldas arrastran por los pasadizos hacia la seguridad del búnker.
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