Maravillas de este siglo
31/05/2021 | 12:11 |
María Rosa Beltramo
En los lejanos 80 la CBS decidió poner a disposición de Larry Hagman un helicóptero porque todos sus desplazamientos se veían obstaculizados por enojados fanáticos de Dallas que querían golpear a John Ross Ewing Jr., el famoso JR que interpretaba el actor y que era un malo, sin matices, que el público odiaba pero miraba casi hipnóticamente, garantizando el éxito de la serie.
En el mejor de los casos, la gente se conformaba con insultar a Hagman, un tipo que probablemente era más bueno que Lassie, pero personificaba a un malvado de antología, capaz de toda clase de iniquidades. Uno de los capítulos que más se recuerdan es cuando su esposa regresa a la mansión de los Ewing después de una larga internación motivada en sus problemas de alcoholismo y JR la recibe con flores, un beso en los labios y una botella de Whisky.
Ni hablar de los malos locales, de aquellos que en la época de los radioteatros fatigaban los humildes escenarios de los pueblos y tenían que enfrentarse a la ira de los que venían soportando injusticias radiales y lejanas y se topaban en vivo y en directo con personajes como el Tigre Rocamora o el infame perseguidor del León de Francia.
Está científicamente comprobado que en la ficción los malos son tan imprescindibles como los buenos ya sea que oficien de contrafigura o se erijan en protagonistas excluyentes. Los que tienen muy estudiada su función como factor de atracción son los inventores de los realities shows.
El modelo que procuran imitar personajes tan distintos como Ángel de Brito y Germán Martitegui, o como lo hicieron hasta el año pasado Oscar Mediavilla o Nacha Guevara es Simon Cowell, el jurado maldito que se volvió imprescindible al punto que se la pasaba volando de Londres a Nueva York una vez por semana para decidir sobre la continuidad de los participantes de Britan y America s Got Talent.
Cowell, ya se sabe, inventó un personaje medio imprevisible. Primero se forjó una fama de tipo desagradable capaz de destrozar con una sola oración y una mueca las expectativas del mejor de los concursantes. Al tiempo, comenzó a alternar sus temibles sentencias con alguna sonrisa displicente hasta que en más de una ocasión se volvió tierno y seductor y hasta aplaudió de pie a algún cantante que no lograba recuperarse de la sorpresa.
No a todos les sale la imitación, pero se esfuerzan, claro que algunos se quedaron detenidos en la etapa inicial. O sea, son expertos en mostrarse desagradables. Lo único que no pueden permitirse es la indiferencia de público y por ese motivo, al margen de las calidades de lo que se expone a su consideración-desde una carne asada a una coreagrafía de rock o una canción tradicional-tienen que exhibir una mezcla de arbitrariedad y conocimiento, con un toque inequidad.
No sólo la moneda se devalúa; también la maldad es menos efectiva y demanda un esfuerzo más grande en el formato del reality show. Cuanto mayor es la injusticia, mejor funciona la relación entre el público y el jurado. Buena parte del éxito de este tipo de programas se deriva de fallos controvertidos que generan encendidas protestas, llantos e interminables polémicas.
Aunque nadie lo recuerda, hace casi dos décadas uno de los primeros jueces malditos de la televisión fue el productor Pablo Ramírez en Operación Triunfo. Funcionó tan bien que cuando hizo Bailando por un Sueño, Tinelli lo contrató a Jorge Lafauci y le pidió que fuera implacable.
En Mastercheff, Germán Martitegui le gritó a Rocío Marengo “callate y cociná” y también se ganó un par de notas extras cuando redujo a su par Donato De Santis a la categoría de “asistente italiano”, además de advertir a otros participantes que en su restaurante no durarían una jornada.
Pero esa maldad histriónica y poco creíble funciona y hay una larga fila de gente que se prepara para asumir futuros roles de maltratadores en cualquiera de esos tribunales donde a veces el público demanda justicia, pero sólo encuentra espectáculo.
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