Maravillas de este siglo
03/09/2020 | 10:30 |
María Rosa Beltramo
Probablemente no hayamos visto todavía ni la mitad de los bloopers, casi inevitables que nos deparan las videollamadas, el sistema excluyente de comunicación que hasta marzo usaban unos pocos y que creció en forma exponencial por la pandemia.
Zoom pasó de 10 a 300 millones de llamadas diarias en tiempo récord y lo que antes era excepcional se volvió casi obligatorio. Ahora se trabaja, se dialoga, se enseña y se gobierna a distancia.
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Y con ese sistema llegaron los agregados y metidas de pata que transformaron cada conexión en una aventura de final desconocido. Los que suelen mejorar conferencias soporíferas son, como siempre, los niños. La única excepción es seguramente el hijo del abogado Miguel Angel Pierri, el pequeño que antes de Skype y en vivo y directo por la tele, habló de la culpabilidad del homicida que defendía su padre.
Los chicos que se cruzan delante de la compu de sus mayores o que demandan ayuda en mitad de una disertación le otorgan algo de humanidad a esas robotizadas alocuciones a distancia. Martín Lousteau estaba exponiendo ante unas 700 personas cuando su hijo Gaspar, de 7 años, interrumpió su letanía sobre las nefastas consecuencias de la pandemia para quejarse de que había quedado solo en el chat.
Si de despertar a audiencias aburridas se trata, pocos como la estudiante colombiana que olvidó cerrar el micrófono, recibió a su pareja en un recreo y decidieron intimar sin percatarse de que seguía conectada con el resto de la clase. Para el anecdotario de estos días de aislamiento quedaron las advertencias de la profesora que se cansó de llamar a Lorena para avisarle que no estaban solos. Los compañeros de la descuidada estudiante subieron el registro a las redes y durante días no se habló de otra cosa.
Mucho antes de que Esteban Bullrich decidiera poner su foto ante la cámara para que no se notara su ausencia, a un chico norteamericano de cuarto grado se le ocurrió registrarse con el alias “reconectando” lo que le permitía desaparecer del Zoom y que el docente lo atribuyera a una caída de internet. Un inoportuno error de ortografía que se le pasó al imaginativo escolar, hizo que la persona al frente del aula virtual sospechara algo raro y al alumno yanqui le fue como al legislador macrista.
Nadie ha podido superar todavía a Alfonso Merlos, el periodista español que en los albores de la cuarentena mostró, sin proponérselo, a una mujer que, con poca ropa y una taza de café como expresión perfecta de vida doméstica, pasó brevemente a sus espaldas mientras miles de personas lo veían y escuchaban.
Entre el público también estaba Marta López, hasta entonces su compañera sentimental, quien se enteró de manera expeditiva que había sido reemplazada por Alexia Rivas, una joven que trabajaba con Alfonso.
Hay también anécdotas menores de niñitos rovoleando pañales en medio de una clase de filosofía; un loro que se sumó a un seminario y hasta consiguió mejor atención que su dueño y disputas familiares que hacen que trabajadores que antes clamaban por un día franco, estén dispuestos ahora a permanecer gratis en la oficina en horario extendido. Son variaciones sobre la transmisión a distancia que llegó para quedarse y permanecerá entre nosotros cuando la pandemia sea un mal recuerdo.
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