Finanzas y ambiente
23/10/2019 | 11:17 | El FMI podría evaluar estándares ambientales a sus socios. Los bancos centrales podrían encarecer el crédito a industrias “sucias”. Clave para las dos bases de Argentina: alimentos y energía.
¿El cambio climático y el calentamiento global existen? Sí. ¿Son un riesgo para la humanidad? Sí. Si son un riesgo, ¿son una amenaza para la actividad económica? Sí. Entonces, ¿deberían los bancos centrales evaluar la solidez de los bancos individuales vigilando si prestan su dinero a actividades que podrían ser afectadas por el cambio climático? La respuesta también es “sí”.
Ayer, en un foro realizado en Washington, la capital estadounidense, la directora gerente del FMI, Kristalina Georgieva, consideró inevitable que los bancos centrales comiencen a intervenir en el tema. “Las catástrofes climáticas son claramente un riesgo, y si ese riesgo es mayor, es algo que tiene que considerarse”, ejemplificó. Pero fue más allá: indicó que los niveles de riesgo climático se van a ir incorporando a las evaluaciones de los países que hace el FMI.
La cuestión no es un chiste: en el futuro, por ejemplo, los gobiernos argentinos que vayan a pedir por enésima vez el auxilio del Fondo podrían encontrarse no sólo con recomendaciones relativas a dos clásicos de todos los tiempos como el sistema previsional o las leyes laborales, sino también con compromisos de establecer o subir impuestos a actividades que emitan gases de efecto invernadero o al cumplimiento de topes de emisión de esos gases, por poner dos ejemplos hipotéticos.
Esas políticas se infiltrarán a toda la economía. Philip Lane, uno de los directores ejecutivos del Banco Central Europeo, dio por obvio el impacto del cambio climático en la actividad crediticia. “Es un cambio estructural: ya están cambiando el gasto de los hogares, los planes de las empresas, los precios de la energía… y por supuesto los bancos”. En esta lógica, por ejemplo, un banco que preste dinero para construir viviendas en la costa del mar podría ser evaluado como más riesgoso, y por ende ese banco podría dejar de prestar dinero para eso o cobrar una tasa de interés mayor, lo que desalentaría esos desarrollos.
Para la Argentina el tema va a ser crucial, aunque nos resulte difícil verlo. Es natural: nuestros país todavía está lidiando con un Estado y un Banco Central incapaces de brindar un bien público esencial como una moneda estable, mientras en el resto del mundo la inflación parece haber pasado a los museos. ¿Quién se va a preocupar por los riesgos climáticos?
Sin embargo, más vale que lo hagamos. Los sectores más competitivos, dinámicos y con potencial de la economía argentina están bajo un duro y creciente escrutinio ambiental: la producción de alimentos (en especial la ganadería, bombardeada por una propaganda mentirosa sobre la emisión de metano); la extracción de hidrocarburos (en particular Vaca Muerta, que a la emisión de gases suma los cuestionamientos al fracking); la minería y la pesca.
Quedarse atrás no es gratis. Podemos patalear (por ejemplo, contra el ambientalismo medievalizante que criminaliza los agroquímicos), pero no tenemos el poder para cambiar ese estado de cosas. Argentina tiene que poner en marcha con urgencia instituciones creíbles, con estándares internacionales, que permitan certificar el desempeño ambiental de las empresas y sectores. Tiene que establecer esquemas que permitan a las actividades limpias capitalizar esa condición. Son apenas ejemplos.
En el mundo, el tren ya se puso en marcha. Ayer Giorgeva dejó muy claro que el establishment financiero internacional se encamina a encarecer las actividades contaminantes: “Si el precio del carbono no es lo suficientemente alto no va a haber transformación económica”.
Eso, que hasta ahora avanza con impuestos al carbono y el sistema de bonos verdes, podría sumar un encarecimiento global del crédito para las actividades “sucias”.
Los bonos verdes se expiden sobre un mercado establecido en los acuerdos de París. Muy esquemáticamente: en ese mercado, los países que más avanzaron en ese compromiso tienen permiso para emitir una cantidad decreciente en el tiempo de toneladas de dióxido de carbono (o sus equivalentes en otros gases de efecto invernadero como el metano). Cada país luego distribuye estas cuotas entre sectores económicos y empresas. Las empresas que emiten más de lo permitido tienen que cubrir la diferencia comprando bonos. ¿Y a quién se lo compran? A empresas que, por invertir en energías y actividades limpias, tienen permitido emitir esos bonos. Así, los sucios deben ir limpiándose (para ahorrarse el costo de los bonos) y los limpios encuentran financiamiento.
El otro incentivo para que la economía vire de marrón a verde son los llamados impuestos al carbono. Por ejemplo, el que Argentina estableció hace poco modificando uno de los tantos impuestos a los combustibles, que ahora está fundado en las emisiones de gases que eso genera. Fue una forma de empezar a cumplir los acuerdos de París.
Ya hay 46 países y 28 jurisdicciones subnacionales (provincias, municipios, etc) que implementaron hasta algún punto estos dos métodos para ponerle precio al carbono y obligar a pagarlo a quienes lo emiten. Los precios varían muchísima. Un estudio del Banco Mundial indica que en Suecia la emisión de una tonelada de dióxido de carbono cuesta 127 dólares. En Argentina sólo 6 dólares (y se aplica sólo a los combustibles fósiles).
El Banco Mundial estima que la tonelada de dióxido debería costar entre 40 y 80 dólares para el año que viene para que se puedan reducir las emisiones a los niveles que fijó el Acuerdo de París.
Falta muchísimo. Y no tanto porque países como Argentina están muy lejos de ese monto, sino porque la mayoría de los países ni siquiera han empezado a castigar la emisión. En toda América latina, sólo México, Colombia, Chile y Argentina entraron al corral. Los demás silban bajito.