Negocios públicos
27/11/2019 | 18:19 |
Carlos Sagristani
La transición comenzó con tres grandes incógnitas:
1. Quién tendrá el poder en el próximo Gobierno. O, si se prefiere, cómo será la cohabitación entre Alberto Fernández y Cristina Kirchner.
2. Si habrá un programa económico integral o un conjunto desarticulado de decisiones. Y qué consistencia tendrán.
3. Quién o quiénes conducirán la economía y con qué esquema de poder.
Las dudas sobre el rumbo de la economía persisten. Las alimentan el silencio sobre lo importante y los rumores que llenan el vacío de definiciones con lo que haya o se invente. Contribuyen la ambigüedad y a veces las contradicciones de las medias palabras de Fernández.
Un GPS para la economía
Las ideas económicas que transmite adolecen de cierta debilidad conceptual. No se le puede exigir erudición técnica porque su responsabilidad es superior, la conducción política del Gobierno que viene. Pero como es el único vocero, aquella carencia profundiza la incertidumbre de los decisores económicos que le pelean cuerpo a cuerpo a la crisis en la esfera privada.
El anuncio formal del Gabinete, fechado para el viernes 6, tal vez disipe temores y ansiedades. Sabremos si habrá un ministro que concentre el poder o si continuará la atomización que tanto obstaculizó en las últimas gestiones la coordinación de una política coherente.
Fernández defendía hasta hace poco la idea de una conducción unificada. A lo Cavallo, que centralizaba las áreas fiscal, de producción, energía e infraestructura. Por lo que se adelanta, ese enfoque quedó nomás en pasado.
Habrá un gabinete económico de pares. Las acciones de los eventuales candidatos suben y bajan de un día para otro. Y esto se relaciona con la primera de las incógnitas: cómo funciona la toma de decisiones en el vértice del poder político.
Fin de la injerencia cero
El mandatario electo había declarado en los albores de la transición que su vicepresidenta no tendría “ninguna injerencia” en la integración del Gabinete. Procuraba instalar la imagen de una Cristina replegada en el protocolo del Senado y en la atención de los problemas que padece su hija, Florencia.
Fernández se rodeó de algunos dirigentes que en el pasado se ganaron la antipatía o la aversión abierta de su compañera de fórmula. Dos ejemplos visibles: Vilma Ibarra, autora de una crítica biografía de la ex presidenta, o Martin Redrado, quien resistió desde el Banco Central la decisión del Gobierno de entonces de usar reservas para financiar gasto público.
Cristina mantuvo el segundo plano de la campaña hasta el miércoles 20 de noviembre. Ese día se reunió con el Presidente electo para empezar a hablar del reparto de cargos.
El poder habla a través de los símbolos. La sede y los dos testigos de la cumbre le estamparon una intensa carga simbólica. Fernández jugó de visitante en la casa de Cristina. La anfitriona lo recibió junto a su hijo Máximo y el referente de La Cámpora “Wado” De Pedro, a quien se señala como seguro ministro del Interior.
Fin de la injerencia cero. La vicepresidenta precipitó una serie de determinaciones que le dieron el control pleno del Congreso.
Impuso a su heredero como presidente del bloque del Frente de Todos y acercó aliados que le permitirían reunir quórum propio en Diputados. Nominó a las autoridades del Senado, donde comienza la línea sucesoria en caso de acefalía, y abortó la tentativa de formar un bloque albertista, en alianza con los gobernadores, por fuera del kirchnerismo.
Unificó la tropa –y se aseguró un quorum holgado– con el senador José Mayans a la cabeza. Hombre del gobernador perpetuo de Formosa, Gildo Insfrán, Mayans es también un kirchnerista convencido. Alberto debió entregar a su alfil cordobés Carlos Caserio, que pretendía consolidar su liderazgo de un bloque diferenciado.
Fernández debió ceder una silla en el Gabinete y ofrecer otra. Ya se sabe que Agustín Rossi irá a Defensa para dejarle a Máximo su lugar en el Congreso. Caserio recibió la promesa de un posible desembarco en Transporte, aún no consolidada.
No fueron las únicas injerencias de Cristina en la conformación en el futuro Gobierno.
Reclamó el Ministerio de Salud para Ginés González García. El hombre de Fernández era Pablo Raúl Yedlin y ya se lo daba por seguro.
La vice se aseguró también un lugar para Carlos Zannini en la Procuración General del Tesoro y colocará otras piezas en el estratégico frente judicial. Por caso, en el Consejo de la Magistratura, que propone y destituye a los jueces.
Cristina también les sacó bolilla negra a otros candidatos de Fernández. Lo cual se vincula de manera directa con la indefinición del equipo económico.
Los vetados fueron Martín Redrado, tanto para un Ministerio como para el Banco Central, y Guillermo Nielsen para el Palacio de Hacienda. Al primero por sus peleas del pasado y –se ha dicho– porque fue perito de cargo en la causa por la venta de dólares a futuro que la involucra a la ex Presidenta. Y al segundo porque su perfil sabe “demasiado ortodoxo” al paladar del cristinismo.
Fernández le había encomendado a Nielsen dos tareas relevantes: iniciar sondeos para la reestructuración de la deuda y elaborar un proyecto para “blindar” las inversiones en Vaca Muerta. Luego lo desautorizaría en público por algunas opiniones sobre la renegociación de la deuda y ya no es interlocutor del FMI ni de los acreedores privados.
Vulnerables
El Presidente proclamado absorbió como pudo la mengua de poder que le infligió la vice. Espera ampliar su espacio una vez que le entreguen la banda, el bastón y la lapicera que firma los cheques y los decretos. Pero la lapicera presidencial no funciona para exorcizar otras fuentes de poder sin la tinta de la legitimidad que provee el consenso social.
Comparte con su vice legitimidad de origen. Ambos fueron consagrados en comicios libres y transparentes. Pero él arrastra un pecado original. Fue ungido candidato por el dedo de Cristina. Nunca tuvo liderazgo propio. Una minusvalía, para la tradición verticalista del peronismo.
Ahora deberá construir, por las suyas, legitimidad de ejercicio. Lo conseguirá si logra domar la crisis económica. Además de acertar con la receta deberá sobreponerse a las restricciones políticas –externas e internas– y sociales, la “mecha corta”.
La vulnerabilidad de Cristina es la amenaza judicial que Alberto prometió, desde el día uno, neutralizar cuando llegara a la Presidencia. La vice busca garantizarlo con la muralla de protección que edificó en el Congreso, con base territorial en la Provincia de Buenos Aires, alianzas con otras gobernaciones, enclaves en la estructura del Ejecutivo nacional y el control de la calle. La militancia juvenil, piquetera y del sindicalismo combativo es tropa propia.
Mientras Fernández gobierne controlado y condicionado –esa es su vulnerabilidad inicial–, Cristina permanecerá como un poder de reserva.
La historia de este esquema de cohabitación, inédito en la Argentina, recién empieza a escribirse.