NEGOCIOS PÚBLICOS
12/09/2019 | 12:50
Carlos Sagristani
La economía enfrenta una doble agenda: la urgencia, evitar un incendio antes del recambio en el poder, y un conjunto de reformas de mediano y largo plazo, también impostergables para volver a crecer. Una agenda que perturba a los dos principales candidatos.
La gestión de Macri recorrió una parábola repetida en nuestra historia económica. Llegó con la promesa de remover las causas estructurales del atraso y terminó enredado en los mandamientos de otro catecismo.
La macrisis
Levantó el cepo al dólar e impuso un férreo cepo monetario: tasas siderales y un candado a la máquina de hacer billetes, para evitar una devaluación exagerada y contener la inflación.
Podó sin piedad los subsidios a la energía, pero el ahorro apenas compensó la expansión del gasto público social, previsional y en mayores transferencias a las provincias.
Levantó el default con los holdouts, reabrió los mercados de deuda y habilitó hasta el enamoramiento la impresión de bonos para financiar el déficit.
Le cerraron la canilla del crédito voluntario antes de lo previsto y el mercado hizo un feroz ajuste del tipo de cambio que nos hundió en un nuevo ciclo de profunda estanflación.
La confianza inicial en el gobierno se agotó rápido y no alcanzó para atraer las inversiones que solventarían –esta vez sí–una revolución productiva.
No quedó más remedio que tocar la puerta del Fondo Monetario para comprar algo de confianza y los dólares necesarios para ir renovando deuda y eludir el colapso.
El ajuste fiscal se volvió inevitable. Un recorte enérgico del gasto achicó el déficit primario. Pero creció el financiero, por la acumulación de intereses y amortizaciones de la deuda. La desconfianza no se licuó y obligó a secar la plaza de pesos con tasas cada vez más altas y un enorme déficit cuasifiscal por el festival de Lebacs y Leliqs.
Las encuestas, con toda su relatividad, confirmaron que ese menú alimentaba el descontento y la reprobación al gobierno.
Populismo de buenos modales
El salto devaluatorio de marzo y la cercanía de las elecciones encendieron la alarma. Macri abrió entonces la antigua caja de herramientas del populismo.
Al principio la usó con moderación. Acudió a un puñado de anabólicos para incentivar el consumo. A medida que se acercaban las PASO, las dosis aumentaron en proporción a las necesidades electorales.
La inflación y el desplome productivo empezaban a ceder, pero la suerte electoral ya estaba echada.
El resultado del 11 de agosto desplazó el centro de gravedad del poder a la oposición y desató una crisis de confianza que convulsionó las variables financieras, con efectos demoledores sobre la economía real.
Asomó el miedo al futuro, a que una eventual gestión kirchnerista repita políticas que estrellaron el contexto más favorable de la historia reciente para terminar en un nuevo fracaso. Y temor por el presente, sobre la capacidad de un gobierno menguado en su poder político para mantener el control de la situación.
Tsunami financiero
Macri y su equipo corrieron detrás de los hechos durante las primeras semanas y dispararon al bulto una formidable artillería heterodoxa para anclar el dólar e intentar cierto control de daños sobre la economía productiva, la crisis social y sus remotas chances electorales.
Recién lograron dar en el blanco con el control de cambios y la reestructuración de la deuda de corto plazo. Ayudó el alto el fuego, siempre frágil, que construyeron con Alberto Fernández.
El termómetro financiero dejó marcas inquietantes en un mes: dólar 25% más caro, pérdida de reservas por US$ 15.000 millones, retiro de depósitos en divisas por US$ 5.000 millones, una tasa de referencia 20 puntos más alta (85%), caída de la Bolsa del 57% en dólares, derrumbe de más del 50% en los bonos, salto del riesgo país de 872 puntos a más de 2.500, para estacionarse cómodo por encima de los 2.000, un nivel de default (datos de Broda & Asociados).
El ritmo de la inflación se duplicó, potenciando la recesión y la pobreza, que el Observatorio de la Deuda Social de la UCA ya sitúa por encima del 35%.
Los mercados, aún recelosos, le cuentan a diario las costillas al Banco Central para averiguar si el fantasma del default puede corporizarse o no antes que termine el mandato presidencial.
La meta es llegar
Nadie puede asegurar todavía que se haya ganado la batalla de la gobernabilidad, que sigue erosionando el capital político de Macri.
Sólo quedó en pie un puñado de logros, algunos inconclusos,emparentados con su proyecto liberal-desarrollista: restablecimiento pleno de las libertades públicas;superávit externo montado en parte sobre un desmoronamiento de las importaciones, inducido por la recesión;activación incipiente de Vaca Muerta;reversión del déficit energético;obras de infraestructura,con algunas prioridades que se discuten; la desregulación aerocomercial, y poco más.
Lejos del legado histórico que debe haber soñado, el reto de Macri tal vez se limite ahora a erigirse en el primer presidente no peronista que complete su período en tiempo y forma desde la restauración democrática. Injusta o no, la política suele ser implacable con los derrotados.
Un discurso, varios discursos
La agenda económica también apremia al candidato más votado.
El mundo empresario le demanda a Fernández certezas sobre el rumbo de su posible gestión. Pero sólo envía señales vagas y contradictorias, lógicas en un discurso con objetivos múltiples:
• Retener el voto castigo a los malos resultados económicos de Cambiemos.
• Contener al kirchnerismo duro, que no acepta su disciplinamiento e incluso trata de condicionarlo desde la calle o asustando “burgueses” en los shoppings.
• Perforar la desconfianza de los decisores económicos. A ellos les dice que será él quien gobierne y no Cristina, y que no recaerá en las “locuras” del pasado.
Esta semana tocó una partitura que los empresarios querían oír. Enunció seis “reglas” que –afirmó– guiarán su gestión si llega a la Presidencia: equilibrio fiscal, superávit comercial, acumulación de reservas, dólar competitivo, desendeudamiento y reducción de la inflación.
Promesas inconsistentes
Son criterios racionales. El problema es la “inconsistencia” entre aquellas reglas y las promesas de campaña, como subrayó el economista Esteban Domecq.
Dólar alto es incompatible con salario real alto, si no se logran avances sustanciales en la productividad. Aumentos de sueldos públicos y jubilaciones contradicen la regla del equilibrio fiscal. Otro tanto sucede con el subsidio de tarifas y los medicamentos gratuitos a los jubilados.
Fernández también deberá atender los problemas financieros de provincias y municipios, presionados por la caída de ingresos, la indexación de sueldos y el enorme peso de sus deudas en dólares tras el desplome del peso.
¿Alcanzaría con otro manotazo al campo vía suba de retenciones y una mayor presión sobre Bienes Personales, como proyectaría su equipo? ¿Hay margen para cargar otra mochila tributaria a la actividad privada?
Queda además por delante una dura renegociación con el FMI y los bonistas. El padrinazgo político de Trump desbloqueó las decisiones del Fondo cada vez que Argentina lo necesitó. Hoy no parece probable que se juegue por Fernández como lo hizo por Macri.
¿Sin crédito, un eventual gobierno kirchnerista caería en la tentación de rehabilitar la impresión de moneda para solventar el déficit? La espiralización inflacionaria sería un riesgo cierto.
Un congelamiento de precios, salarios y despidos por seis meses, como alienta el candidato peronista, serviría para tranquilizar expectativas en las primeras semanas. Pero no sería una herramienta eficaz para reducir la inflación. A menos que fuera acompañada de mayor disciplina fiscal, restricciones monetarias y una estrategia para desindexar los contratos.
La experiencia israelí y la portuguesa, tan difundida en estos días, abordaron al mismo tiempo toda esa complejidad y reformas para mejorar la competitividad estructural de sus economías.
Un acuerdo sin ajuste ni reformas sería un pacto social a la Gelbard, que a los dos años terminó en un estallido de la inflación reprimida. Un capítulo de la historia negra de la Argentina conocido como la crisis del Rodrigazo.
La única certeza que la economía le reserva al próximo presidente, sea Fernández o Macri, es que no disfrutará de una luna de miel prolongada en la inauguración del mandato.