El nacimiento de los buenos

Para algunas personas, la Navidad ha ido perdiendo su sentido religioso, al menos para quienes no practicamos ninguna religión, para quienes no creemos en ningún dios. Ha terminado siendo una fiesta bonita, una motivo para reunir a amigos y familiares, una excusa para atiborrarse de vitel toné y garrapiñada. Nada de eso está mal. Al contrario.

Sin embargo, hasta los no religiosos, o quienes son religiosos pero no son cristianos, podríamos brindar esta noche por algo que nos trascienda, que vaya más allá de la sidra. Si no creemos que hace 2.000 años nació un bebé humilde que vino al mundo a salvar a la humanidad, entonces podemos brindar por una idea más modesta, pero también grandiosa si se la sabe mirar.

Porque podemos brindar por el nacimiento -por la natividad- de los buenos en general. Podemos celebrar el milagro diario de que los buenos sean, por suerte, una enorme mayoría. Basta mirar alrededor: son muchísimos más los que ayudan a otros a cruzar una calle que los que les dan una paliza para quitarles el celular. Celebremos la maravilla de que tantas personas de a pie, tu vecina del barrio, tu compañero de la secundaria, tal vez la señora esa que está en el auto de al lado en el semáforo, celebremos que tantos de ellos sean capaces, como dicen que era Jesús, de sanar a los enfermos, de multiplicar los alimentos, de enseñar a los discípulos. Hay algunos tan extraordinarios que cuando les prestás atención te dan la impresión de que ellos también pueden ser dioses y diosas que han decidido bajar a la Tierra para hacerse humanos. Esta noche nos abracemos, creyentes y no creyentes, en definitiva, para celebrar a los que todos los días intentan salvarse a sí mismos y a los demás, los que construyen la voluntad, la alegría y la esperanza.

Esta noche, aún los que no somos religiosos, podemos brindar por lo mejor que la enorme mayoría de todos nosotros intentamos ser. Que para eso hemos nacido. Feliz Navidad.