Política esquina Economía
28/05/2020 | 09:30 | “Autazo” médico. Comerciantes contra la cuarentena. Curas que dicen lo que muchos piensan. Un intendente se planta ante un Presidente. Ojo que es mayo.
En diciembre, cuando juraron los diputados elegidos el año pasado, la diputada cordobesa por La Cámpora Gabriela Estévez juró por la “Córdoba rebelde”. Queda lindo en los discursos, pero es una jugada arriesgada.
¿A qué rebeldía cordobesa de estos días adheriría una diputada K? ¿A la de los comerciantes imputados por reclamar que les permitan trabajar y por violar la cuarentena que enamoró a Alberto F? ¿A la de los gremios estatales que no quieren perder contra la inflación cuando se jubilen, como ya impuso en marzo el gobierno K a los jubilados nacionales? ¿Podría adherir la diputada a la protesta de municipales que no quieren trabajar y cobrar menos, como lo decidió su gobierno aliado? ¿O al reclamo de los choferes urbanos contra la discriminación que sufre Córdoba en beneficio del Gran Buenos Aires en el reparto de subsidios que hace el gobierno que la diputada representa?
A esta altura, la rebeldía cordobesa ofrece una sola certeza: casi siempre está. Por lo demás, es resbaladiza. Quienes suelen adscribirla a algún tipo de ideología más o menos estable en el tiempo, se estrellan contra la historia. Desde el vamos.
Mayo parece ser el gran mes. En 1810, cuando llegó el coletazo de la Revolución de Mayo, acá se armaron milicias para rechazar el cambio de una metrópolis por otra. Y los revolucionarios porteños tuvieron que fusilar a cinco líderes cordobeses, incluido el virrey Liniers. Córdoba era contrarrevolucionaria, realista, antiporteña.
En mayo de 1969 los sindicatos cordobeses hegemonizados por variantes del peronismo y la izquierda liquidaron a la dictadura de un católico ultramontano y corporativista como Juan Carlos Onganía. Córdoba era antidictatorial, democrática, zurda.
En este mayo es difícil ver todavía el sentido general, pero algunas señas de la rebeldía están en el aire.
Hasta se inventó un nuevo método de protesta que da la impresión de tener mucho futuro: el “autazo”. Los médicos, ensalzados hasta el empalagamiento por la propaganda malvinera de la cuarentena, rechazaron de plano ser “héroes” de nada. Y exigieron en cambio ser profesionales respetados por una Justicia que -tal vez demasiado aislada en su paraíso fiscal de sueldos de estratósfera- se puso a imputar médicos como si fueran agentes encubiertos del Covid-19 y no los bomberos más arriesgados de la pandemia.
También reapareció el cordobesismo. El intendente Martín Llaryora ha sido el primer político del país con responsabilidades de gobierno en tirar una piedra en el estanque de Alberto Fernández. Le reclamó por el desquiciado reparto de subsidios nacionales al transporte y no sólo eso: avisó que está juntando a otros intendentes de ciudades de la Región Centro tan discriminadas como Córdoba. La historia se repite.
También la Provincia da la nota. Es el único distrito que -pese a que la pandemia sólo admite la coyuntura- aprovecha para realizar reformas legales en parte estructurales, como la de la inviable Caja de Jubilaciones. La Municipalidad hace algo parecido con los impagables sueldos de sus empleados.
Incluso están naciendo estrellas. El cura de Villa Carlos Paz Mario Bernabey se despachó el domingo contra el populismo, la demagogia y la manipulación y reclamó libertad para reclamar y trabajar. Y alertó contra la transformación de las iglesias en “unidades básicas”. Un profundo mensaje contra el deseo de pobreza, de un cristianismo de mártires de catacumbas que exudan el Vaticano y los curas bergoperonistas que eufemísticamente llamamos villeros.
Es todo muy cordobés. Todo muy contra la corriente. Como los gobernadores demócratas durante el yrigoyenismo. Los gobernadores radicales durante la década infame. Los gobernadores radicales (o los interventores) durante el primer peronismo. Por no hablar del inicio de la Revolución Libertadora que hizo el golpe de Estado contra Juan Perón o de los más recientes gobernadores locales que siempre chocaron con las sucesivas presidencias.
¿Por qué Córdoba siempre parece ir contra la corriente? En general, no hay buenas respuestas. Cada uno rescata la Córdoba Rebelde que más le gusta. La que cobijó la mayor densidad guerrillera del país en los ’70, es la de los progres. La que protagonizó con centralidad total la guerra del campo contra la confiscación del kirchnerismo que iba por todo en el 2008, es la de los chetos.
Pero esas predilecciones no explican qué razón lleva a Córdoba a retobarse casi siempre, incluso con signos opuestos. Esta columna carece de una explicación. Pero sí arriesga una humilde hipótesis.
Córdoba forma parte de una franja central del país, que incluye al interior de la provincia de Buenos Aires y que aquí hemos llamado varias veces “Centralia”.
Centralia es el jamón del sándwich de la Argentina. Lo es cada vez más. Por diversas razones, es la zona productiva del país. Pero por cuestiones demográficas e institucionales -que alimentan una perversidad creciente- su poder económico es inversamente proporcional a su poder político.
Una alianza que pocas veces logra desmontarse entre el inviable Conurbano Bonaerense y las provincias improductivas y clientelares (que llamamos pobres por comodidad) le imponen a Centralia la succión constante de sus recursos. Sobre Centralia se concentra casi toda la presión impositiva efectiva de la Nación. Y sobre ella se vuelca una porción miserable de los presupuestos que ella misma financia.
Con rarísimas y cortas excepciones, el Conurbano define los presidentes y la gobernación de Buenos Aires (cuyo interior de otro modo jugaría para Centralia). Los gobernadores que viven de financiar empleo público con la coparticipación y los favores, controlan el Senado. Entre todos, hacen lo que quieren con Diputados.
Esas son las bases, además, del Partido del Estado, que no tiene afiliados pero a lo largo de las décadas hegemonizó la enseñanza ceterizada, la industria prebendaria, las burocracias estatales, el universo sindical, las universidades y, en general, la cultura dominante del país. Esa es la cultura que azuza y justifica la confiscación perpetua. Porque vive de eso.
Encima, Centralia ni siquiera tiene la menor autopercepción de sí misma, lo cual es lógico dado que nunca escribió la historia. Es más: alberga ciudades, sectores económicos y grupos sociales que son una especie de Corea del Centro del país partido.
En este contexto, Centralia está condenada a ser pobre aunque trabaje para no serlo. Todo lo que produzca se irá siempre por las canaletas fiscales y financieras del mate a la hora de la siesta.
No importa quién gobierne la Nación. Ni quién gobierne Córdoba. Siempre habrá conflicto.
Córdoba es el síntoma de ese malestar que el país hegemónico ni siquiera percibe. Sus rebeldías parecen caprichos, consecuencias del carácter, expresión del “pueblo”, intensidades de izquierda, fogosidades de derecha. No lo son. Son reacciones a una estructura política y económica que le viene robando el futuro desde el fondo del pasado.