Política esquina economía
21/08/2018 | 07:11 |
El conductor de Juntos se refirió a los “piquetes”, los llamativos pedidos de quienes toman universidades y a la capacidad de gobernantes de eludir recortes.
Adrián Simioni
“Íbamos a terminar como Venezuela”. El pronóstico contrafactual es muy extendido. Y casi seguramente certero. Lo han dicho todas las variantes del antikirchnerismo.
Si en 2015 no había un cambio drástico de políticas, la propia dinámica populista abierta en 2003 iba a derivar en un ciclo vicioso de gasto público infinanciable e inflacionario, que demandaría un estilo político crecientemente autoritario, que para seguir financiándose impondría políticas cada vez más irracionales, que a su vez acelerarían el declive económico.
Lo que no dijo el antikirchnerismo es que para esquivar en serio a Venezuela, primero hay que pasar por un proceso como el de Grecia, que ayer empezó a salir de una profunda crisis de 10 años que casi la dejó fuera de la Unión Europea. El país es más real que la ficción financiera que era, pero por eso mismo es más pobre que hace una década.
Un laboratorio de delirantes
El dramático caso de Venezuela está a la vista. Un laboratorio delirante donde los restos del chavismo liderados por Nicolás Maduro acaba de quitarle cinco ceros a la moneda, luego de haber reducido a escombros a la economía privada y retrotraído la producción petrolera a la de hace 30 años.
Esa es la parte graciosa del circo. Pero lo que todo el mundo se pregunta en Caracas es qué pasará a partir de hoy. El nuevo “bolívar soberano” lanzado ayer (al adjetivo “fuerte” ya se lo gastaron en otra edición de billetes) está atado a la criptomoneda “petro”, que ya antes había lanzado Maduro como remedio a todos los males.
Un petro vale 3.600 soberanos. Pero como al petro nadie lo ha visto todavía, Maduro lo ató a algo menos que el valor del barril del petróleo venezolano, algo menos de 60 dólares. El problema es que nadie cree que si va al Banco Central de Venezuela con 3.600 soberanos va a poder irse de ahí con 60 dólares en el bolsillo.
Es difícil creer nada en Venezuela, por más buena voluntad que se tenga. En la etapa surrealista del chavismo, Maduro ordenó multiplicar el salario por 60, pero como no quiere que eso se traslade a los precios (después de todo el conjunto del paquete es, se supone, para parar la inflación), entonces anunció que el Estado se hará cargo de pagar la mitad de los sueldos (incluso los privados) durante tres meses. Lo que nadie entiende, entonces, es cómo hará el Estado para dejar de multiplicar el gasto y que es lo que lo llevó a emitir cada vez más billetes en primer lugar.
Todo sería para reírse si Venezuela no se encontrara en el umbral de una crisis humanitaria (hiperinflación, diáspora, problemas crecientes en las fronteras) e institucional. En Caracas sigue habiendo dos congresos: el común, que tiene mayoría opositora ganada en buena ley y que Maduro ignora; y la Asamblea Constituyente, armada tras unas elecciones forzadas, sin consenso, sin participación opositora y que nunca se puso a redactar ninguna Constitución sino que usurpó al poder legislativo ordinario y sanciona leyes del día a día en su reemplazo.
Nunca habrá espacio suficiente para describir el laberinto demencial de Venezuela.
Menem en el Partenón
Como Carlos Menem, el primer ministro griego, Alexis Tsipras, podrá afirmar: “Si les decía lo que iba a hacer, no me votaba nadie”. Tsipras era un populista de izquierda al estilo de los españoles de Podemos o de nuestros kirchneristas, que también coqueteó con Venezuela cuando Chávez destruía su país oculto bajo una montaña de petrodólares.
En 2015 ganó las elecciones proponiendo una mentira: que se podía eludir el ajuste (pese a que habían caído uno tras otros los gobiernos que no lograban imponer la austeridad) sin tener que abandonar la Unión Europea. Incluso hizo llamó a una campaña y lo ganó haciendo campaña por el rechazo al euro si la condición era el ajuste.
Pero luego, cuando quedó claro que la salida de Europa no era un chiste, Tsipras, de golpe, acordó con el FMI y la Comisión Europea un paquete draconiano que incluía la privatización de casi todo, duros recortes jubilatorios y el despido de cientos de miles de empleados públicos. Todas distorsiones acumuladas durante tres décadas de derroche e improductividad, financiadas por la voluntad franco-alemana de bancar cualquier artificio con tal de lograr la unidad de Europa y una moneda única.
Ayer, Grecia volvió a andar sin muletas por primera vez en muchos años, en que llegó a acumular paquetes de ayuda bajo compromiso de ajustes estructurales por 360 mil millones de dólares. Una locura, si se piensa que su población es de 11 millones de personas.
Pero nada es lo que era. El baño de realidad es duro: sin poder financiar ficciones, la economía se achicó 25%. La pobreza subió a un tercio de la población. En uno de cada tres hogares hay un desempleado. Los salarios reales cayeron en el orden del 30%.
Pero las perspectivas son mejores. El Estado ha dejado de fabricar déficits fastuosos para sostener empresas y empleos de papel. La economía crece. La construcción, que fue lo primero que arrasó la crisis siendo ella misma una burbuja, se reactiva, al igual que el turismo. Aparecen empresas que, con salarios más realistas, son ahora capaces de venderles algo a las sociedades más opulentas de Europa.
Decidite de una vez
Los argentinos no han terminado de decidir con claridad qué quieren. Es más, muchos ni siquiera saben que hay una bifurcación todavía en puerta. Creen que haber votado dos veces por Cambiemos ya definió las cosas. Otros, ingenuos, sueñan con que la opción sea tipo “Alemania o Chile”. Otros van mutando de opinión, según le muestren las partes más feas de la película venezolana o de la griega. Creen que se puede “mantener lo bueno del gobierno anterior” y sumarlo a “lo bueno” del que le sigue.
La opción, en realidad, es entre Venezuela y Grecia. Ninguna es bonita. Cambiemos ha optado por Grecia, pero la pregunta que todos se hacen es por cuál de los dos va a optar, en serio, la sociedad argentina y el conjunto de su cúpula dirigente a la hora de la verdad.