Política esquina economía
29/10/2019 | 09:51 | Hay dos Argentinas. Una financia a la otra, que encima es la que manda. Pero los votos están mucho más mezclados de lo que parece.
Adrián Simioni
“Paguémosle al FMI con Córdoba”, decía alguien ayer en Twitter. “Tenemos el vino y el fernet (…) Somos potencia en cuatro años: Mendoza, San Luis, Córdoba, Santa Fe, Entre Ríos y Ciudad de Buenos Aires”, decía alguien más, entre miles de mensajes a un lado y otro de la grieta.
Más allá el humor, tras la votación del domingo en los medios y en las redes sociales se escucharon con más insistencia que nunca los comentarios de un país supuestamente partido en dos zonas geográficas.
Una, suma las provincias del norte, las del sur y el conurbano bonaerense. Allí ganaron el kirchnerismo y sus satélites peronistas. Es un mapa que se pintó de celeste, con 8 millones de votos a favor de Alberto Fernández.
La otra zona abarca Mendoza, San Luis, Córdoba, Santa Fe, Entre Ríos, Capital Federal y el interior bonaerense. Córdoba es la más amarilla en estos distritos en los que ganó Cambiemos con 5,7 millones de votos.
En esta columna hemos venido llamando “Centralia” desde hace años a esa franja central del país que va desde Chile hasta Uruguay y que cada vez parece diferenciarse en forma más nítida del resto de la Argentina.
Sin embargo, los números muestran que estamos mucho más mezclados de lo que exagera el mapa.
De hecho, aunque el mapa no dé esa impresión el 45% de los votos de Cambiemos están en la parte celeste de la Argentina. Y el 36% de los votos K están en la parte amarilla.
Aún si “Centralia” se separara, en su interior quedarían 10 votantes kirchneristas por cada 13 votantes macristas.
Estamos partidos en dos. Pero la partición es a lo largo y ancho del país. Es una partición conceptual más que geográfica.
Subsidiadores y subsidiados
“Centralia” es la forma ideal en que en que un número creciente de argentinos se autoperciben: sienten, no sin razón, que pagan más impuestos de lo que reciben en bienes y servicios públicos; que trabajan bajo la exigencia de productividad del sector privado mientras los demás viven de planes y empleos públicos de baja intensidad; que se desempeñan en sectores competitivos en el mundo pero que jamás pueden despegar porque tienen que subsidiar el lastre de industrias, regiones y urbes vetustas y sin destino; y que sus representaciones políticas son invariablemente desgastadas por inmensas maquinarias clientelares rentadas, con las que la gente que trabaja no tiene tiempo ni modo de competir electoralmente.
Obviamente, esas son las condiciones predominantes en la zona amarilla del país, y por eso es ahí donde aparece este voto que hemos visto consolidarse.
La dirigencia política argentina no debería perder de vista el fenómeno. Bajo sus narices se están gestando dos Argentinas. Y una de ellas ya está harta de financiar a la otra, que encima la gobierna desde hace décadas y con un destino de pobreza.
Es casi seguro que esta tendencia nunca va a tomar la forma de un separatismo geográfico, pero puede derivar en fosas políticas y sociales de consecuencias imprevisibles. Tal vez esa sea precisamente la grieta.
Los separatistas que se toman con más o con menos humor la idea de un Brexit criollo deberían tomársela más en serio si en verdad les interesa. Y perfilar una agenda que reemplace a la hegemonía política que nos ha llevado a la pobreza.
A este país no hay que partirlo en dos. Hay que darlo vuelta, que es muy distinto.