Luto en el mundo católico
31/12/2022 | 11:59 | Por Sergio Buenanueva, Obispo de San Francisco, Córdoba.
Redacción Cadena 3
Joseph Ratzinger ha contado varias veces una anécdota que lo pinta de cuerpo entero, tanto como su obra teológica. Uno y otra son inseparables. Su inmensa producción teológica refleja, como a través de una filigrana, el alma inquieta de este hombre de fe.
Cuenta que, siendo joven profesor, le tocó asistir a una animada discusión entre profesores de teología. Estamos en los años cincuenta del siglo pasado, época de gran efervescencia teológica, especialmente en la Alemania de la segunda posguerra.
La discusión era sobre la necesidad o no de que las personas conozcan a Cristo y su propuesta de vida. Un viejo y respetable profesor de moral, zanjó la cuestión afirmando que era preferible que la inmensa mayoría de las personas no llegara a conocer el Evangelio, pues al confrontar su fragilidad humana con las altas exigencias de Cristo, seguramente se desmoronarían.
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Cristo, su Evangelio y, sobre todo, las exigencias morales que de él se desprenden serían un peso para la conciencia de la mayoría de las personas. Dios hace bien en mantener en una conciencia errónea a la mayoría de las personas.
El que esto escribe, de joven seminarista, escuchó alguna reflexión en la misma dirección.
Ratzinger cuenta que, si bien le pareció lógica esa afirmación, le dejó un fuerte sabor amargo. “Lo que me perturbaba -escribe- era la idea de que la fe fuera una carga insoportable que sólo las naturalezas fuertes pudieran aguantar, casi un castigo, o en todo caso, una exigencia difícil de cumplir. La fe no facilitaría la salvación, sino que la dificultaría”.
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Y se pregunta más adelante: “¿Cómo podría, de ser así las cosas, surgir la alegría de la fe? ¿Cómo el coraje de transmitirla a los demás? ¿No sería mejor dejarlos en paz y mantenerlos alejados de ella? […] Quien ve en la fe una pesada carga o una exigencia moral excesiva no puede invitar a los demás a abrazarla. Prefiere dejarlos en la supuesta libertad de su buena conciencia”.
Aquí radica, a mi modo de ver, una inquietud central, a la vez pastoral y teológica, eclesial y evangelizadora, que permite comprender el impulso de fondo de su pensamiento. Por ejemplo, de su lucha denodada contra el moralismo, que reduce la fe a mera tranquilidad burguesa.
Lo ha escrito, lo ha dicho y lo ha enseñado de múltiples formas. Sirvan de testigos los párrafos que abajo transcribo. Corresponden a una preciosa lectio divina de Juan XV a sus seminaristas romanos.
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No somos nosotros quienes debemos producir el gran fruto; el cristianismo no es un moralismo, no somos nosotros quienes debemos hacer todo lo que Dios se espera del mundo, sino que ante todo debemos entrar en este misterio ontológico: Dios se da a sí mismo. Su ser, su amor, precede a nuestro actuar y, en el contexto de su cuerpo, en el contexto del estar en él, identificados con él, ennoblecidos con su sangre, también nosotros podemos actuar con Cristo.
La ética es consecuencia del ser: primero el Señor nos da un nuevo ser, este es el gran don; el ser precede al actuar y a este ser sigue luego el actuar, como una realidad orgánica, para que lo que somos podamos serlo también en nuestra actividad. Por lo tanto, demos gracias al Señor porque nos ha sacado del puro moralismo; no podemos obedecer a una ley que está frente a nosotros, pero debemos sólo actuar según nuestra nueva identidad. Por consiguiente, ya no es una obediencia, algo exterior, sino una realización del don del nuevo ser.
Lo digo una vez más: demos gracias al Señor porque él nos precede, nos da todo lo que debemos darle nosotros, y nosotros podemos ser después, en la verdad y en la fuerza de nuestro nuevo ser, agentes de su realidad. Permanecer y guardar: guardar es el signo del permanecer y el permanecer es el don que él nos da, pero que debe ser renovado cada día en nuestra vida.
La cita ha sido larga. Pero es sabrosa. Como toda la lectio.
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Al despedir de esta vida mortal al querido Papa emérito Benedicto XVI, pienso que, por encima de todo, nos sea inmensamente necesario y urgente entrar en el cauce profundo de la corriente espiritual que lo animaba, tanto como fecundaba su prodigiosa inteligencia.
Allí están Dios y su Cristo, la alegría de la fe, la luz que nos alcanza al saborear la Palabra y al celebrar los misterios en la sagrada Liturgia. De allí proviene la que tal vez sea la más feliz formulación de su magisterio:
“Hemos creído en el amor de Dios: así puede expresar el cristiano la opción fundamental de su vida. No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva.” (Encíclica Dios es amor, 1).
Por todo ello, muchas gracias, padre.
* Obispo de San Francisco (Córdoba). El texto se reproduce con la autorización correspondiente.
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