Ídolo eterno
08/09/2019 | 10:11 | "El Cholo" Guiñazú tuvo su partido despedida en el Kempes ante una multitud. Desde el gol del ascenso en Floresta hasta la emoción en su homenaje, construyó una idolatría especial con los hinchas.
Por Juan Schulthess
5 de junio de 2016. Un día como cualquier otro. Un día como ninguno. Las llamas bordeando la hornalla anunciaban otra ronda de mates. De esos largos, pero que vuelan por la ansiedad. En la televisión, Talleres. En la radio, Talleres. En las redes, Talleres. Talleres, en Floresta.
El ascenso, ese que significaba la vuelta a Primera, ese que esperó doce años, ese que ese Talleres invicto merecía, estaba a 90 minutos. O a una vida. Era lo mismo. En esas circunstancias, como en otras, el tiempo, tantas veces aliado, se volvía tirano.
El reloj del árbitro marcaba 37 minutos del segundo tiempo. Con uno menos, algunos veían con buenos ojos el 0-0 parcial. “Total, ascendemos en Córdoba, y hasta es más lindo”, pensaron varios. Pero llegó una piña. Germán Lesman batía a Guido Herrera y All Boys ganaba 1-0. El partido entraba en su ocaso y el grito se dilataba.
Sin embargo, como un león herido, “El Matador” se levantó y lo igualó rápido, gracias a Gonzalo Klusener. Volvía la expectativa. Algo en el aire la mantenía viva. Y entonces, cuando parecía que el pitazo final iba a ser el último sonido de la tarde, un hombre se convirtió en leyenda. Era el fuego sagrado. Era Pablo Horacio Guiñazú.
7 de septiembre de 2019. Un día como cualquier otro. Un día como ninguno. El calendario se robó más de tres años, pero el fuego sagrado latió, más vigente que nunca. “El Cholo” tuvo su última función, y el Kempes se vistió de gala para despedirlo. La marea albiazul llegó desde temprano al mayor coliseo de Córdoba. En las tribunas, ojos llorosos, gargantas anudadas y lágrimas que dibujaban surcos en las mejillas fueron el denominador común en las miles de personas que se congregaron en un estadio no para esperar un partido, sino a otra persona.
No son muchos los jugadores del fútbol cordobés que tuvieron partidos homenajes. Daniel Valencia, “El Luifa” Artime, “La Araña” Amuchástegui, “Miliki” Jiménez, “El Pitón” Ardiles y Gustavo Spallina fueron algunos de ellos. Pero el caso del “Cholo” es particular: a diferencia de varios de los anteriores, llegó “de grande” a la “T”.
“Está de vuelta”, decían algunos, después de que una fractura en el maxilar, a tres días de arribar a barrio Jardín y con 37 años, amenazara con retirarlo. Pero “el viejo” no iba a caer. No podía hacerlo. Había un sueño que cumplir. O dos, en realidad: el suyo y el de su papá. Y apareció el fuego sagrado.
"No pateo nunca al arco y me cargan por eso, pero Dios me dijo ''pateá'' y se clavó en el ángulo", decía Guiñazú aquella tarde en Floresta, después de convertir su primer y único gol oficial en Talleres. Un grito eterno. Uno de los más importantes de la historia reciente del club.
En Primera, el fútbol de Guiñazú creció de manera directamente proporcional al amor de los hinchas por él. El "Olé, olé, olé, olé, Cholo, Cholo" se convirtió en el himno tradicional de cada domingo en el Kempes. Su rostro se hizo bandera, copó murales y se inmortalizó en pieles. Si alguien lo veía jugar, le daba 20 años menos a las cuatro décadas que portaba. Hasta fue pedido para la Selección y elegido el mejor volante de la Superliga. Trascendía los colores. El fuego sagrado.
El motor 4.0, ese que funcionaba con un poco de asado y fernet como ingredientes sine qua non, parecía que tenía mucho camino por recorrer. Es que el “5” era mucho más que solo un “5”: un padre para los más chicos, un hermano para los grandes, un técnico dentro de la cancha y un ídolo para el pueblo albiazul. Pero la dolorosa derrota ante Palestino en Chile le puso punto final, de manera sorpresiva, a su carrera.
"Es la decisión más difícil de mi vida. Tengo el alma llena", dijo "El Cholo" tras hacer el anuncio, que dejó en un segundo plano la eliminación de la Libertadores. En el amanecer de marzo, la noticia produjo un temblor en el Mundo Talleres. Y, tras superar el cimbronazo, el clamor popular no tardó en llegar: los hinchas querían despedirlo en la cancha. Como se merecía. Y esa despedida llegó un día como cualquier otro. Un día como ninguno. Un 7 de septiembre.
"No hay dos fuegos iguales. Hay fuegos grandes y fuegos chicos y fuegos de todos los colores. Hay gente de fuego sereno, que ni se entera del viento, y gente de fuego loco que llena el aire de chispas. Algunos fuegos, fuegos bobos, no alumbran ni queman, pero otros arden la vida con tanta pasión que no se puede mirarlos sin parpadear, y quien se acerca se enciende", reza Eduardo Galeano. El del "Cholo" no es un fuego cualquiera. Es un fuego que supo mover multitudes, despertar pasiones y quebrar corazones. Un fuego azul y blanco. El fuego sagrado.