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Aunque se podría presentar como un caso exitoso de "resocialización", la investigación en realidad deja en evidencia cómo los delincuentes van reconfigurando su metodología.
FOTO: Los ciberdelitos, una modalidad compleja y preocupante.
FOTO: El falso dispositivo "pescador" hallado en el cajero. (Policía)
FOTO: Franco Pilnik, fiscal de Cibercrimen en Córdoba. (Archivo)
Juan Federico
De ser un brutal pistolero a convertirse, con el paso de los años dentro de la cárcel, en un especialista en informática. Cualquier persona ajena a esta historia podría pensar que aquí estamos presentando un caso exitoso de resocialización "tumbera", pero la realidad, porfiada, termina por derrotar esa esperanza.
Juan José Pereyra tenía 34 años cuando el 14 de febrero de 2013 recibió una noticia que nada tenía que ver con San Valentín: la Cámara 4ª del Crimen de la ciudad de Córdoba lo condenó a purgar 32 años y 10 meses de prisión por acumular un grueso prontuario como pistolero.
A esa altura, este joven criado en barrio Bella Vista, ya llevaba un buen tiempo encerrado. Aunque con algunos paréntesis.
En junio de 2001, junto a otros delincuentes, coparon el local de una firma de venta de materiales para la construcción ubicada en barrio Ayacucho, y apuntando con armas hacia las cabezas de las empleadas, las obligaron a entregar una fuerte suma de dinero. "Si levantás le tubo, te liquido", le dijo Pereyra a una de las víctimas cuando esta intenta llamar a la Policía, apenas comenzaba el atraco.
Al cambio de aquella época, la banda se llevó casi tres mil dólares. Pero como siempre ocurre en estos casos, el dinero pronto se esfumó. Y otra vez salieron a robar.
Apenas cinco días después, una banda de al menos seis ladrones irrumpió en las oficinas de la entonces Banca Nazionale del Lavoro, camino a Interfábricas, para llevarse casi 50 mil dólares entre pesos y moneda estadounidense. Pero algo salió mal. Policías que realizaban servicios adicionales resistieron el asalto, hubo tiros cruzados y una impactante persecución que terminó, no sólo con la detención de Pereyra, sino con el abatimiento de uno de sus cómplices, Waldo Moreno.
Semanas después, fue apresada la mayoría de los miembros de la banda, con Rodolfo "el Negro Azul" Castro a la cabeza.
Pese a que terminó condenado a 12 años de prisión, Pereyra no tenía demasiadas motivaciones para quedarse encerrado en una celda.
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El 13 de julio de 2004 protagonizó uno de los mayores escándalos que se recuerden en los Tribunales de Córdoba. Aquella tarde, había sido llevado al Juzgado de Control 7, que entonces dirigía el juez Ignacio Esteban Díaz, por un trámite menor: su abogado había presentado un habeas corpus. Nadie se imaginó que todo estaba planeado al detalle.
Justo cuando Pereyra ingresaba junto a un guardiacárcel al interior del despacho judicial, en barandilla un joven tocaba la puerta con una excusa pueril. Todo fue en simultáneo: mientras Pereyra tomaba una silla y se la arrojaba a un empleado judicial, su cómplice saltaba hacia el interior del Juzgado, extraía una pistola de su cintura y encañonaba al guardia.
La secuencia fue cinematográfica: Pereyra comenzó a correr junto al otro joven, pero se toparon con la puerta principal cerrada. En pleno Tribunales, dispararon hacia el vidrio, hasta reventarlo. Luego, ganaron la calle, donde dos motos los esperaban.
Todo le salió perfecto a Pereyra... pero sólo por un mes. Fue recapturado por agentes de la Prefectura Naval en Buenos Aires cuando se aprestaba a cruzar al Uruguay.
Otra vez volvió a la cárcel. Pero no se resignó. El domingo 16 de marzo de 2008, junto a otros cinco presos, protagonizaron uno de los últimos intentos de fuga del penal de barrio San Martín, antes de que fuera cerrado para siempre. A través de una heladera, los reos lograron introducir tres armas en el pabellón 18. Aquella mañana, amenazaron a los guardias, llegaron hasta un patio y con una escalera intentaron sortear los muros. Afuera, en dos vehículos, sus cómplices los esperaban para terminar de escapar.
Pero los guardiacárceles que estaban en el perímetro resistieron a los tiros. Los conductores desistieron y los presos debieron volver al pabellón, con dos guardiacárceles como rehenes. Fueron 10 larguísimas horas de negociaciones, hasta que solicitaron a dos periodistas como "veedores" y decidieron entregarse, ya entrada la noche.
Con todo acumulado, Pereyra volvió a sentarse en el banquillo de los acusados. Y el 14 de febrero de 2013, la Cámara 4ª del Crimen de la ciudad de Córdoba lo condenó a purgar 32 años y 10 meses de prisión en total.
Desde entonces, el reo comenzó un proceso de "resocialización": de a poco, fue conociendo el mundo de las estafas virtuales, el "call center tumbero" que tiene en las penitenciarías de Córdoba una verdadera universidad del delito, según quedó al descubierto en las innumerables investigaciones que hace tiempo llevan adelante, sobre todo, dos fiscalías: la de Cibercrimen, que dirige Franco Pilnik, y la de Delitos Complejos, con Enrique Gavier a la cabeza.
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Sin proponérselo, Pereyra se convirtió en un caso testigo de una profunda metamorfosis que se viene advirtiendo en los bajomundos del hampa cordobés. Avezados delincuentes que planeaban golpes bravos, a punta de pistola y en busca de sacos repletos de billetes, se pasaron primero al narcomenudeo y, luego, al amplísimo abanico de las estafas informáticas.
Las razones son simples: vender drogas en los barrios y, sobre todo, engañar por teléfono, se han convertido en dos industrias muy redituables bajo la lógica de maximizar las ganancias con el mínimo riesgo. Cambiaron asaltos en los que podía haber tiros (como el caso en el que mataron al cómplice de Pereyra, en 2001) por estafas virtuales que sólo consisten en tener un celular y varias cuentas de CBU a disposición.
En estos casos, cuando las potenciales víctimas advierten el engaño, por lo general cortan la llamada, pero ya no denuncian. Sólo la Justicia llega a investigar cuando el "cuento del tío" efectivamente les dio resultado a los ladrones. En todos los casos, los delincuentes buscan acceder a las cuentas bancarias, siempre por internet y sin ser vistos jamás por los damnificados, de las que se pueden hacer de varios millones de pesos con un sólo clic.
Un asalto a mano armada, con una logística aceitada, demanda varios meses de planificación. Por lo general, quienes se dedican al "call center tumbero" puede hacer varios intentos de estafas por hora.
Pero la mayor diferencia, en cuanto al riesgo, está en la escala penal: un asalto seguido de muerte puede terminar en una condena de entre 10 y 25 años de prisión, y hasta de perpetua; una estafa a la distancia, por lo general, se encuadra en un rango de entre un mes y seis años de cárcel.
A todo esto, Pereyra tuvo suerte: en 2015, el Tribunal Superior de Justicia anuló su condena a más de 32 años de prisión, entendiendo que el cálculo de unificar todas sus penas no se había ejecutado de manera correcta. Un año después, la Cámara 4ª del Crimen tuvo que volver a fallar y le aplicó 13 años y cuatro meses de encierro.
En diciembre de 2019, el Juzgado de Ejecución N° 3, atento a los informes favorables del Servicio Penitenciario de Córdoba, le dio el beneficio de la libertad condicional. Pereyra, volvió a la calle mucho antes de lo que había pensado.
Sin embargo, hoy está preso de nuevo en Bouwer. En febrero, dentro del predio de un supermercado de la ruta 20, se descubrió que delincuentes habían colocado un ingenioso dispositivo en un cajero electrónico para robarle el dinero a los clientes.
Se trataba de un falso sistema sin contacto (contactless) que en realidad estaba conectado a la placa de un postnet: cuando el cliente acercaba su tarjeta allí, creyendo que podía realizar la extracción sin necesidad de colocar el plástico dentro de la ranura, en realidad el postnet oculto le realizaba un débito en el acto.
Para llevar a cabo el plan, los estafadores utilizaron una impresora 3D para confeccionar una caja que simulaba el ingreso de tarjetas al cajero. "Simulaban que, para ingresar al cajero, no había que insertar la tarjeta en la ranura, sino simplemente apoyarla sobre esa caja que tenía un logo de la red Link", detalló un investigador.
En la jerga, se lo conoce como un dispositivo “pescador”: el aparato lograba realizar compras ficticias cuando alguien apoyaba una tarjeta de débito “sin contacto” sobre un postnet que estaba camuflado como parte del cajero.
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El seguimiento de las cámaras de seguridad más otras medidas ordenadas por el fiscal Pilnik llevaron, a los pocos días, a identificar y a detener a Pereyra, a una mujer que sería su pareja y a otro hombre sindicados como los presuntos responsables detrás de la maniobra.
En la casa de Pereyra en barrio Sachi, los agentes policiales hallaron un presupuesto de una casa de impresiones 3D por una pequeña caja de plástico, fotos del cajero con el dispositivo adherido, y hasta imágenes de un televisor en el que se transmitía una nota periodística en la que se hacía referencia al "extraño" aparato que había sido descubierto en aquel banco.
Pereyra, que hoy tiene 45 años, estaba vez ni intentó una coartada. Ante la fiscalía, sin mayores preámbulos, y atento a la escala penal del delito que se le endilga ("estafas reiteradas por el uso de datos de tarjetas de crédito o débito"), directamente reconoció su culpabilidad. Sólo intentó desligar a su pareja, Romina Montenero, diciendo que ella era ajena a todo y que él sólo le venía ropa a ella.
No obstante, la fiscalía acaba de elevar la causa a juicio contra que ellos dos, y el tercer implicado, Víctor Coronel (64).
Pereyra ya no será juzgado como un brutal pistolero. Ahora, se sentará en el banquillo señalado de haberse convertido en un avezado ciberdelincuente. Una metamorfosis delictiva que comenzó en la misma cárcel en la que ahora espera el juicio.
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