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FOTO: Pintada en la casa de Susana Montoya.
FOTO: Fernando, Susana y Ricardo.
FOTO: Fernando y Susana.
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FOTO: Posteo de Fernando Albareda.
FOTO: Posteo de Fernando Albareda.
FOTO: La camioneta de Fernando Albareda.
FOTO: La camioneta de Fernando Albareda.
Juan Federico
Lo planificó y lo ejecutó a traición. Lo movilizó la codicia: quedarse con 76 millones de pesos. Y, también, un odio acumulado desde tiempos lejanos.
La investigación por el asesinato de Susana Beatriz Montoya, la jubilada de 74 años que el viernes de la semana pasada fue encontrada brutalmente asesinada en el patio de su casa de barrio Ampliación Poeta Lugones, en la zona norte de la ciudad de Córdoba, es un viaje al espanto.
Este jueves, el fiscal Juan Pablo Klinger ordenó detener a uno de los hijos de Susana, el militante por los Derechos Humanos Fernando Albareda, a quien lo imputó por el presunto delito de homicidio calificado por el vínculo.
Se trata del mismo hijo que en diciembre último denunció haber sufrido amenazas en su casa de barrio Escobar y que ahora había vinculado el asesinato de su madre con un "resurgir de los grupos de tarea parapoliciales de la década de 1970".
El exmarido de Susana y padre de Fernando era Ricardo Fermín Albareda, quien supo ser policía y militante del ERP. Sospechado de ser un "informante" del movimiento guerrillero dentro de la fuerza de seguridad, fue desaparecido en 1979.
"Mató a la madre por codicia, para cobrar él solo los 76 millones que el Gobierno de Córdoba le iba a pagar este mes y luego intentó desviar la investigación utilizando la bandera de los Derechos Humanos". De esta manera, un investigador sintetizó de manera medular la principal hipótesis que guía a la causa.
De acuerdo a diversas fuentes policiales y con acceso a la causa, la reconstrucción que llevó a la detención de Albareda se sustenta en los siguientes indicios:
Asesino conocido. Existe un registro de una cámara vecina, ubicada a varios metros del domicilio de Susana, en el que se observa cómo el jueves 1° de agosto a las 20.30 el asesino llega solo, a pie, hasta la casa de la mujer ubicada en calle Caminos al 4800. No hay dudas de que era alguien conocido de ella: apenas toca la puerta, Susana le abre y lo invita a pasar, sin dudar. Recién a las 22.20, el asesino se va de la casa por la misma puerta de ingreso. Antes, apaga una luz. Y, al igual que lo hizo al llegar, se va a pie solo, pero en la dirección opuesta.
Adentro de la casa, sobre la mesa de la cocina, quedaron dos vasos, cubiertos y un plato con restos de comida, además de un par de botellas. El otro plato, con comida, fue encontrado roto junto al lugar donde comen los perros, en el patio.
Ante esto, se sabe que Susana cenó junto a su asesino. Y se presume que luego, cuando se levantó y fue al patio a darle los restos de comida del plato a sus perros, fue que se produjo el ataque mortal.
A traición. El asesino primero la sujetó con un lazo por el cuello, por la espalda, y luego la estranguló de manera manual. Cuando cayó al suelo, tomó un bloque de ladrillo del mismo patio y la golpeó de manera reiterada en la cabeza. Tras ello, cuando Susana ya estaba sin vida, le clavó un cuchillo en el cuello. Después, arrojó solvente sobre el cuerpo, señal de que habría intentado prenderlo fuego sin éxito.
Luego, juntó hojas y pasto, además de excremento de los perros y le tapó la cara. Un gesto que figura en cualquier manual de psicología forense: tapar a la víctima para no ver la culpa.
¿Por qué los perros no intentaron defender a Susana? Porque conocían al atacante.
¿Por qué ningún vecino la oyó gritar? Porque el primer ataque, por la espalda, no le dio tiempo a reaccionar.
Amenazas para despistar. Luego de consumar el crimen, el matador ingresó de nuevo en la casa y buscó un lápiz labial de Susana. En la pared de ingreso a su cuarto, escribió: "Los vamos a matar a todos. Ahora van tus hijos. HDP. #Policía" (sic). En el medio de la escritura, el primer lápiz labial se rompió. Lo tiró al piso de un baño y buscó otro. Cuando terminó, lo arrojó debajo de la cama de Susana.
Este mensaje en forma de amenaza fue la excusa que Fernando aprovechó para decir, horas después de que se descubriera el crimen de su madre, que detrás del asesinato estaba la mano de obra desocupada de las patotas policiales de Córdoba.
El relato se instaló pronto a partir de algunos portales, que compraron esta versión sin chequear qué elementos existían en la causa. Pronto, se montó una operación que vinculaba el asesinato con un "cambio de época", en referencia al discurso del Gobierno nacional con respecto a los Derechos Humanos y los crímenes de lesa humanidad que se cometieron en la década de 1970.
Pero la causa judicial no hizo un giro, ya que nunca los investigadores tuvieron a esta teoría como la principal hipótesis. Siempre pensaron en un asesino conocido. La saña con la que había sido asesinada Susana lejos estaba de asemejarse a la obra de un sicario contratado para matar y dejar un mensaje.
Incluso, el otro hijo de Susana, Ricardo, no tuvo pruritos para decirles a los investigadores, el fin de semana, que Fernando era capaz de un acto semejante.
Premeditado, con conciencia forense. El fiscal Klinger tiene escuela judicial. Trabajó un tiempo bajo directivas del fiscal de Delito Complejos, Enrique Gavier, de quien aprendió que para acusar siempre hay que tener las pruebas a mano. Al instinto y el buen olfato hay que agregarle lo principal para sostener cualquier acusación: indicios concretos.
Apenas el viernes 2 a la noche llegó a la escena del crimen, Klinger se dio cuenta de que estaba ante un desafío mayúsculo. La pintada adentro de la casa y la presunta amenaza policial ponía al caso en el centro de la atención política. No se amilanó. Formó un cerrado grupo de trabajo junto a tres pilares más: su secretaria Mariana Pérez Villalobo, el jefe de Investigaciones Criminales de la Policía, Alberto Bietti, y el Departamento de Homicidios. La orden fue estricta: hermetismo total.
Por eso, en Tribunales abrían los ojos cada vez que algo se filtraba. Sabían que los ojos de la política estaban demasiados expectantes sobre este caso. Pero eligió confiar en la propia Policía, pese a que comenzaban a voces que ponían en duda que la fuerza fuera capaz de investigar un caso en el que aparecía señalada.
Mientras tanto, Fernando daba notas a diversos medios y continuaba apuntando a la pista policial.
Pero entre tantas entrevistas, los investigadores fueron anotando algunas contradicciones. En su relato cronológico, aparecían incongruencias con lo que les había contado a ellos.
¿Qué hizo Fernando entre las 20 y las 22.30 del jueves 1? Su familia primero dijo que habían cenado en la casa de barrio Escobar y luego que él se había retirado a una reunión por un emprendimiento de canchas de fútbol.
Fernando también contó que a las 21.45 de ese jueves, su madre lo llamó y le dijo que le dolía la cabeza, que se estaba por acostar. Y les mostró el registro del celular.
Pero el dato clave llegó el miércoles: efectivamente, alguien llamó dos veces desde el fijo de Susana al celular de Fernando. Pero las llamadas nunca fueron contestadas: pasaron directo al buzón de voz, ya que Fernando tenía el teléfono apagado.
Se presume que lo hizo para que las antenas no lo localizaran en la casa de su madre. "Nunca habló con la madre, son dos llamadas que duran un par de segundos y se cortan", apuntó un informante.
Ahora bien, siempre dentro de esta hipótesis: ¿cómo hizo Fernando para llegar hasta allí, si el asesino filmado entra y se va a pie? Fue la segunda pista fundamental: a través de una cámara, los sabuesos lograron localizar que ese jueves a la noche, en la ventana horaria en la que se produjo el crimen, una camioneta roja similar a la de él, con el mismo choque en la parte de atrás, había sido estacionada sobre calle Galán, a tres cuadras de la casa de Susana.
O sea, apagó el celular para que no lo tomen las antenas. Y estacionó lejos el auto para que nadie pudiera identificarlo. El dato termina por ser atroz: estaba decidido a matarla, según se sospecha. Ingresó, se sentó a cenar y luego la atacó a traición. Una hipótesis que es un verdadero espanto. A lo que se le suma que sería él mismo el que descubriría el crimen, 24 horas después, al treparse al techo de la casa de su madre extrañado porque no le constestaba las llamadas, según contaría aquella noche.
Tanto Fernando como Ricardo relataron ese fin de semana, al declarar como testigos, que la relación del primero con Susana siempre había sido conflictiva.
Luego de que el padre de ambos, el subcomisario Ricardo Fermín Albareda, fuera secuestrado, torturado y desaparecido en 1979 por la patota policial del D2, Susana formó nueva pareja con un policía. A Fernando, que tenía 11 años, lo mandó a un hogar de niños internados, donde él habría sufrido diversos tormentos, según contaría luego. Fue la abuela paterna la que lo rescató de allí unos años después.
Ricardo (hijo), en tanto, nacería pocos meses después de la desaparición forzada de su padre.
Antes que ellos había una hermana, que ingresó desde muy chica a la Policía como "compensación" por la desaparición del padre. La misma Susana recibió un trato similar, ya que terminó como agente técnica de la fuerza.
Dos décadas después, estos ingresos familiares a la Policía fue leído con otra lupa por algunos organismos de Derechos Humanos, quienes les llevaron esa teoría a Fernando: a su papá lo habían "delatado" desde su círculo más íntimo.
Fernando fue el único de los tres hermanos que militó en organizaciones de Derechos Humanos. Se acercó a HIJOS y fue la cara visible de la familia en el histórico juicio por la desaparición de su padre que terminó en la segunda condena a prisión perpetua contra el dictador Luciano Benjamín Menéndez.
Allí, escuchó cómo uno de los secuaces de Menéndez contaba las atrocidades que soportó Ricardo antes de morir en el lugar de su cautiverio.
Su familia cobró la indemnización nacional por desaparición forzada o fallecidos por el accionar del terrorismo de Estado y también logró que fuera reparado el legajo policial de su padre (había sido dado de baja), todo de acuerdo a la ley.
Susana cobraba una pensión como viuda de un subcomisario, el último grado que tuvo Ricardo, quien en esa época se desempeñaba como segundo jefe de Comunicaciones de la Policía.
Fernando se convirtió a partir del juicio en un persona muy conocida dentro de los organismos de Derechos Humanos en Córdoba. Tuvo un puesto dentro de la Secretaría Nacional de los Derechos Humanos, mientras trabajaba de manera particular en los clubes Universitario y Talleres, de los que se terminó yendo en malos términos. Y mientras comenzaba a denunciar casi de manera periódica diversas amenazas que supuestamente recibía, también se iba acercando cada vez más a la Policía y al aparato estatal de Córdoba.
Después del "gatillo fácil" policial que en la cuarentena de 2020 se cobró la vida de Valentino Blas Correas, la nueva jefa de la fuerza, Liliana Zárate, lo convocó para que diera algunas horas de cátedra en la escuela de Cadetes. Derechos Humanos y Protección de los testigos fueron los temas de los que habló durante meses antes los aspirantes a policías como si se tratara de un "experto".
En 2022, presentó en la Justicia Federal una serie de denuncias por supuestas amenazas. Nunca ninguna se comprobó.
Hoy figura en Córdoba como encargado del Centro de Integración de Migrantes y Refugiados, que depende de Derechos Humanos de la Nación y de la Organización Internacional de Migrantes (OIM).
A fines de 2023, luego de la elección presencial que ungió a Javier Milei, quienes lo conocen de cerca aseguran que la inestabilidad psicológica de Fernando se acentuó aún más. Comenzó a pedir dinero a sus conocidos y se quejaba de que le habían cortado las horas de clases en la escuela de Cadetes.
Fue entonces que buscó contactar al nuevo ministro de Seguridad de Córdoba, Juan Pablo Quinteros.
Antes, el 8 de diciembre, publicitó dos carteles con amenazas y seis balas que supuestamente le habían dejado en la puerta de su casa de calle Gato y Mancha. La investigación recayó en la fiscalía de Klinger, que jamás logró pruebas para sostener que había sido obra de un tercero. Ahora, en la Justicia no tienen dudas de que esos mensajes fueron inventados por el propio Albareda.
Cada amenaza que presentaba tenía consecuencias: la Policía le asignaba custodia policial, los organismos de Derechos Humanos se preocupaban y se declaraban en estado de alerta y zozobra, y Albareda terminaba por ser convocado por algún funcionario provincial.
El 15 de diciembre último, cuando asumió el nuevo jefe de Policía, Leonardo Gutiérrez, Albareda participó del acto celebrado en la explanada de la Jefatura. Saludó a políticos, jueces y policías, y hasta alcanzó a subirse un momento al escenario principal.
Y el pasado 8 de mayo, logró algo inédito que ahora plantea gruesos interrogantes tanto en la Policía como en la Casa de Gobierno de Córdoba. En el Boletín Oficial, el ministro de Seguridad Quinteros publicó que se resolvía el ascenso post mortem de Ricardo Albareda (padre), lo que significaba que pasaba de subcomisario a comisario.
Lejos está de ser un reconocimiento simbólico, ya que obliga a reactualizar los haberes de la pensión que la viuda cobró en todos los años desde su desaparición, por lo que se inició un trámite aún irresuelto en la Caja de Jubilaciones. Pero este controvertido ascenso habilitó a la familia Albareda a cobrar un resarcimiento de 50 sueldos (35 para Susana y 15 para Fernando) ya que se invocó la parte de la ley policial que habilita a ascender post mortem a aquellos policías que caen "en servicio".
Hasta hoy, nadie ha explicado de manera concreta desde la Provincia por qué se considera que Ricardo Albareda murió "en servicio", aunque extraoficialmente se indicó que esto se interpretó del fallo de la Justicia Federal de 2009, en la condena a los represores que lo torturaron, mataron y desaparecieron.
Lo concreto es que Quinteros habilitó que tanto Susana como Fernando cobraran el 100 por ciento del subsidio previsto para los familiares de aquellos policías que murieron "en el cumplimiento de sus deberes policiales o como consecuencia de ataques o atentados motivados por su condición de policía", por lo que correspondía una actualización de 76 millones de pesos ante el nuevo ascenso extraordinario.
Este pago se debía efectuar en las próximas semanas y se iba a acreditar en la cuenta bancaria de Susana, lo que ya había provocado encontronazos con Fernando. Incluso, hace menos de un mes, él publicó un estado de Whatsapp en el que debaja trascender el malestar que le ocasionaba que ahora todos en la familia quisieran repartir este dinero.
¿A quién podía beneficiar el crimen de Susana? Esta pregunta, que siempre se realiza en la mesa de cualquier investigación recién iniciada, tuvo como respuesta el nombre de Fernando Albareda.
Pero lejos de haber concluido con la detención del jueves, la investigación recién comienza.
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