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Adrián Simioni
Política esquina Economía
Es un objetivo de países y organizaciones opuestos al comercio de granos y carnes. El gobierno no lo sabe y lo usa para el caso Vicentin. Un tiro en el pie.
FOTO: Afiche de Vía Campesina.
La decisión de intervenir el grupo industrial Vicentin se parece un poco a la firma del memorando con Irán, en 2013: nadie logra entender bien el motivo. El gobierno va viendo y le va dando. Las explicaciones laxas del anuncio oficial van evolucionando.
Es para salvar a los empleados (que podrían seguir trabajando con nuevos dueños privados tras el proceso de quiebra), y también para resguardar los 350 millones de dólares que el Banco Nación le prestó a Vicentin (entonces los otros acreedores por los mil millones restantes también deberían intervenirla). Es para salvar a los “pequeños productores” (¿por qué no se hace lo mismo con otras empresas a las que también les rebotan cheques?), pero también para tener una “empresa testigo con mirada estatal vinculada con el desarrollo” (como si lo único que se desarrolló en Argentina en 30 años, no sólo sin el Estado sino pese a la confiscación constante, no hubiera sido la agroindustria). Y también es para usar a Vicentin a contramano de las demás cerealeras en la liquidación de dólares por exportaciones, como sugirió el ministro Matías Kulfas (en cuyo caso Vicentin va a perder plata).
Entre tantos objetivos loables (varios contradictorios entre sí) sobresalió uno que, de Alberto Fernández para abajo, nadie se privó de usar: asegurar (o algo así) la “soberanía alimentaria”.
La apelación a la “soberanía alimentaria” revela dos cosas. Una: la falta de sofisticación y formación de funcionarios que no saben bien de qué hablan. La otra: que la palabra “soberanía” tiene para nuestro chauvinismo más fuerza que la gravedad. A cualquier cosa le ponen “soberanía”, y le suman un adjetivo. Y se suben al bondi. Aunque no sepan si el bondi los va dejar en el lugar exactamente contrario al que quieren llegar.
“Soberanía alimentaria” fue un eslogan que impuso en la Cumbre Mundial de Alimentación de 1996 un lobby de organizaciones no gubernamentales (ONGs) ambientalistas y antiglobalistas llamado Vía Campesina.
Básicamente, sería el derecho de las sociedades (“los pueblos”, decían) y los países a definir sus propias políticas agrícolas y alimentarias frente a terceros países, el derecho de los productores (“campesinos”, decían) a producir alimentos y el de los consumidores a decidir qué consumir y a quién comprarle.
Los impulsores de este concepto coinciden con quienes rechazan las semillas genéticamente modificadas, el uso de agroquímicos y demás. Sólo eso ya sitúa a todo el paquete en contra de los intereses de un país productor de granos como Argentina.
Pero, además, el concepto incluye el derecho de los países a “protegerse” de las importaciones agrícolas y alimentarias -consideradas “demasiado” baratas y que podrían dejar fuera de competencia a los productores de alimentos de cada país- sin ser sancionados por la Organización Mundial de Comercio (OMC), aunque los países sean miembros de ella.
Claro que este concepto que pugna por corporizarse en la política mundial no es sólo para que se protejan pequeños países pobres. También les permitiría protejerse a Francia y otros países europeos y de todo el mundo a los que les gusta la OMC para para exportar con bajos aranceles sus exportaciones de bienes no alimentarios, pero les digusta la OMC cuando les impide trabar las importaciones de alimentos.
Es una de las pujas comerciales más importantes del mundo. Lleva décadas desarrollándose. E involucra cientos de miles de millones de dólares.
Por eso, a excepción de algunos despitados, es difícil ver a gobiernos de países productores de alimentos (Australia, Estados Unidos, Canadá, Brasil, Nueva Zelanda) hablando de “soberanía alimentaria” (lo cual no implica que dentro de esos países haya ONGs tan pobristas como algunas de las nuestras que sí hablen del tema). Argentina es socia de ese club. Pero muchos progres nac&pop que hoy escriben el discurso del Frente de Todo lo ignoran y son hinchas del otro.
Entonces: “soberanía alimentaria” es un hit de los importadores de alimentos. Los exportadores de alimentos como nosotros queremos lo contrario: liberar el comercio de alimentos.
Si en algo la Argentina es soberana es, justamente, en los alimentos. Que quienes participan de la cadena agroindustrial no vivan de un sueldo del Estado -como la militancia ñoqui que los desprecia- no quiere decir que ellos no construyan soberanía nacional de verdad, no de pico.
La agroindustria subsidia al resto de la economía proveyendo a la sociedad una base de proteínas vegetales y animales más barata que la de los demás países; subsidia al resto de la economía al pagar más impuestos que el resto de los sectores; y genera el único saldo exportable que le permite al país obtener dólares con los cuales importar las cosas que acá no se hacen.
Que Juan Grabois, Mempo Giardinelli, Pino Solanas y otras patrullas perdidas del nacionalismo de izquierda no lo entiendan y le impongan el eslogan de la “soberanía alimentaria” a Alberto Fernández, es otra cosa.
En todo caso, es obvio que esa soberanía no se consigue con una plantita de orégano en la ventana de la cocina del quinto C. Ni con la bajísima productividad de las parcelas donde Grabois sueña con reubicar a habitantes del conurbano que, cuando se enteren de que él los quiere transformar en “campesinos”, lo van a insultar en el arameo que hablaba Jesús.
El pobrismo como horizonte es muy deseable para los culposos que ansían una beatificación bergogliana, pero para la gente real la pobreza no es una bendición. Es una condena.
Es más: no es imposible que una familia logre su bienestar explotando 50 hectáreas. Pero para eso se requieren, además de esfuerzo y conocimientos, tecnología, maquinarias, genética y semillas, para ser productivos. Y todo eso (o sus insumos) cotiza en dólares. Y Argentina, para conseguir dólares, tiene que producir soja. Nada de “soberanía alimentaria” que le impida llenar Francia de maíz genéticamente modificado.
Por otro lado, si Kulfas sueña con la cerealera propia para reponer los dólares que se han esfumado del Banco Central, entonces va a tener que cuidarse de que la Cancillería no se ponga al frente de la lucha global por la “soberanía alimentaria” que lleva adelante el lobby anti-comercio de granos genéticamente modificado.
No sería sorprendente semejante pifia contra los intereses de la Nación. Argentina, tercer exportador de granos del mundo, tiene un secretario de Ambiente, Juan Cabandié, que ha dicho que el glifosato es un veneno y que los productores argentinos se lo “tiran en la cara” a los niños. Y todavía a nadie se le ocurrió echarlo.
Obviamente, el término es seductor porque tiene la palabrita “soberanía”. Los grandes creadores de relatos no siempre se dan cuenta cuando caen en el relato de otros.
Al kirchnerismo gobernante le encanta el juego: se pasó una década hablando de soberanía energética pero había recibido un país que exportaba energía y terminó entregando uno que la importaba. Y auguraba “soberanía financiera” mientras se quedaba con reservas negativas, acumulaba pasivos (deudas previsionales actuariales irremontables, deudas del Tesoro y del Banco Central en pesos inviables que el macrismo multiplicó), dejaba sin resolver del todo la reestructuración del default 2001 y se despedía con un nuevo default con los fondos buitres en 2014.
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