La locura del Aldo
Quién no escuchó alguna vez que tal o cual se hace el loco para pasarla bien... ¿Se hace o es?
06/10/2018 | 15:13Redacción Cadena 3

¡¿Qué van a saber?! Los pibes que se le ríen a la madrugada, cuando salen del boliche y lo encuentran sentado en el bar, no tienen ni idea de quién fue el Aldo.
Lo agarran para la joda, aunque en el fondo es él quien se deja agarrar porque le gusta formar parte de ese picado imaginario, que improvisan con una pelota imaginaria, donde todos tiran caños, tacos y rabonas; los goles son espectaculares y llegan después de una innumerable cantidad de pases.
Con el primer resplandor del día achinandole los ojos, juegan hasta que se cansan y uno se hace el que patea la pelota lejos, al otro lado de la calle, entre los yuyos. Entonces, lo mandan al Aldo a buscarla sabiendo que nunca la encuentra.
En realidad, actúa haciendo que no encuentra el fútbol para que los pibitos piensen que se perdió y den por terminado el partido. Una vez seguro de estar solo, el Aldo vuelve a meterse en los pastizales, se agacha en el lugar indicado, descubre la pelota entre las malezas, la pone debajo del brazo, apretada contra la cadera, y se va a dormir contento, pensando: “Si estos pibes supieran…”.
El Aldo es “el Aldo” porque en los pueblos solo existen tres opciones para llamar a las personas: un apodo, el apellido o el nombre precedido por el artículo. Pero lo más curioso es que cuando una de las formas se impone, termina anulando a las otras.
Con el Aldo pasa que nadie sabe su apellido. En las elecciones, por ejemplo, el policía de turno nunca es capaz de indicarle en qué mesa le toca votar y como el Aldo no es de los cuchillos más afilados del cajón siempre tiene que esperar hasta que algún fiscal lo lleve a la fila que le corresponde.
Nadie sabe el apellido del Aldo, pero todo el mundo conoce, y repite, muchas de las macanas históricas que se mandó. Una de las más mencionadas es del día en que fue a votar con algunos vinos de sobra en el cuerpo.
Eran las primeras elecciones después de la vuelta de la democracia y el Aldo se había afeitado porque sentía que el acontecimiento lo ameritaba. Llegó sobre la hora del cierre de los comicios por culpa de un montón de charlas ocasionales que se fue encontrando en el camino. Justo ese día, que el único bar del pueblo estaba cerrado, parecía que todos se habían puesto de acuerdo para convidarlo con un trago; además, el Aldo era un tipo de sí fácil.
Cuando llegó a la escuela, los dos candidatos estaban coordinando cómo iban a hacer el recuento de votos y se sorprendieron con la imagen: el Aldo hacía equilibrio contra el marco de la puerta, se había vestido en composé: pantalón, camisa y gorra de grafa, con unas zapatillas de lona tipo Pampero azules que rompían la armonía; en la mano, flameando como una bandera, traía la boleta. Sin dejarlo reaccionar, el Aldo lo señaló al candidato opositor y le dijo: “Acá es dónde te tengo que votar, ¿no?”.
Con el paso del tiempo, la historia se agrandó hasta el punto de que algunos aseguran que aquel voto del Aldo definió la elección, que fue reñida pero no para tanto. De todas formas, el Aldo no se ganó la fama de loco que tiene por haber votado borracho y con la boleta al viento. No, lo suyo viene de antes.
Tampoco fue, como muchos repiten, por un golpe que se pegó cuando era chico. En uno de los veranos más bravos que se recuerden en la zona la mayoría de la gente del pueblo empezó a sacar los colchones afuera para poder dormir a la noche. Incluso, los que se animaban los subían a los techos porque corría más aire y en el piso los sapos eran un peligro. Como el Aldo tenía la costumbre de dormir con la boca abierta, el padre directamente le armó la cama arriba del techo de la casa para evitar que se tragara un sapo.
La noche de Reyes, el Aldo se acostó tan contento abrazado a la pelota que le habían regalado que concilió un sueño profundo e irrepetible. Cuando se despertó, desorientado, ni sabía dónde estaba. Incapaz de manejar la ansiedad y las ganas de ir a estrenar la pelota jugando con sus amigos, el Aldo se levantó corriendo y cuando se quiso acordar ya tenía la nariz como una frutilla. Igualmente, los pocos que conocen bien la historia aseguran que la locura del Aldo no empezó en la accidentada mañana de Reyes, sino el día del penal.
Parece que un tío que vivía en Buenos Aires, cerca de la cancha de Boca, se lo llevó engañado con la excusa de las vacaciones para meterlo en una prueba de jugadores porque le había visto condiciones. Y era cierto: el Aldo jugaba bien a la pelota. Pero no soñaba con ser futbolista profesional.
Durante el viaje, el tío le contó historias sobre Ratín, Rojitas y el Leoncito Pescia. Al Aldo los nombres le sonaban familiares, pero no le despertaban admiración, no lo emocionaban. Para él, el fútbol era juntarse a jugar con los amigos en el club, nada más.
Cuando el Aldo se dio cuenta de que el tío lo había llevado engañado al predio de Boca para una prueba, el orgullo se le escapó del cuerpo y jugó como nunca para demostrarle, de alguna forma, quién manejaba los hilos de la historia. Hizo todo bien y un poco más, hasta que llegó el momento del tan comentado penal.
La jugada previa fue parecida a la de Maradona contra Talleres el día que debutó en la Bombonera. Incluso, antes de patear el Aldo sin querer imitó la pose del Diego: las manos en la cintura, levemente caídas, arrastrando el elástico del pantaloncito. La pierna izquierda adelante apenas levantada, como se ponen los pura sangre antes de largar, la derecha atrás firme y recta. El pecho inflado por una respiración un tanto sobreactuada y la cabeza de acá para allá sacudiendo la melena. La vista clavada en un palo y la intención puesta en otro lado.
El Aldo sabía muy bien lo que hacía. Primero dio un saltito imperceptible y después empezó la carrera. Cuando clavó el botín derecho al lado de la pelota ya tenía la decisión tomada. No necesitó pensarlo de nuevo y le metió un zurdazo como esos que había visto en las fotos de El Gráfico. Dos segundos demoró el Aldo en seguir el vuelo de la pelota, la vio pasar por arriba del travesaño y empezó a correr para agarrarla al tercer o cuarto pique sobre la ruta que pasaba detrás del arco. Trabó el fútbol contra la cadera, miró hacia el horizonte que se le dibujaba como un futuro inconcluso y corrió sin parar.
Hasta el día de hoy es un misterio cómo fue que el Aldo volvió al pueblo, pero desde entonces se dedica a lo que más le gusta: hacerse el loco.