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Mauricio Coccolo
A ver si logro hacerme entender: nunca soñé con ser jugador de fútbol, aunque soñaba con jugar al fútbol. Son cosas distintas.
Siempre me gustó jugar al fútbol solo por jugar. De chico no tenía otra ambición más que esperar el momento de salir de la escuela para ir al campito a patear hasta que se hiciera de noche. Supongo que algunos de los otros chicos sí soñaban con llegar a ser profesionales, pero no era mi caso. Quizás fue por eso que preferí no atajar en aquella final del campeonato.
El año en que la Liga se dividió en dos categorías, yo había dejado atrás las felices épocas del fútbol infantil. Ya atajaba en el arco de la cancha de once, pero cuando tuve que pegar el salto a primera sentí como si lo hubieran agrandado. Me sobraba por todos lados. Era enorme. Los tiros cruzados me parecían balinazos imposibles y en el mejor de los casos me dejaban las palmas ardiendo.
A esa altura tenía muy claro que no quería ser jugador de fútbol, pero igual seguí por el camino que todos hacían: juveniles, reserva y primera. Banco de primera, en realidad.
Ser arquero suplente tenía sus ventajas. La principal era que sufría los goles, pero no me los hacían a mí. Y, además, podía comentar los partidos por la radio, que era lo que de verdad me gustaba.
Vestido de arquero suplente, con buzo, pantalón, medias, botines y, por supuesto, los guantes, participaba en las transmisiones de la radio del pueblo. Como pasa con la mayoría de los arqueros suplentes nunca me tocaba jugar, pero por las dudas transmitíamos desde una mesita ubicada al costado de la cancha, entre los bancos de suplentes, por lo que si le pasaba algo al Gallego yo estaba listo para entrar.
El Gallego era el arquero titular. Un arquero raro, porque no era ni bueno ni malo. Había llegado de afuera, como refuerzo, y entró con el pie izquierdo porque en el entretiempo del primer partido no tuvo mejor idea que pedirle una pitada de cigarrillo al Marito.
El Marito era el capitán del equipo y por supuesto que no era el único que fumaba, pero sí era el único que estaba autorizado para hacerlo en el vestuario. Mientras el técnico daba indicaciones tratando de acomodar al equipo, el cigarrillo parecía un palito de chupetín humeante apretado por los dedos espigados del Marito. En una pausa inoportuna, al Gallego se le ocurrió pedirle una seca. En realidad fue una exigencia: dame una seca, le dijo al Marito, con un tono imperativo. El Marito lo miró de reojo, exhaló el humo por la nariz y sin mover los labios le dijo: pero porque no te vas un poquito a la mierda. El Gallego se quedó con la boca abierta y la mano desenguantada manoteando el aire.
Sería una exageración decir que el Marito se enteró de que el Gallego era el arquero cuando le pidió una seca en el vestuario. Pero casi. Nadie sabía muy bien cómo había llegado al club, ni quién lo había traído, pero con el nivel que tenía le alcanzaba para atajar en la B de la Liga.
En la B, donde jugaban los clubes más humildes de la Liga, fuimos los mejores. Los mejores de los peores, no estaba tan mal. Aún con el Gallego en el arco, el equipo se las arregló para llegar hasta la final. Ganamos 1 a 0 la ida, de local, y perdimos 5 a 0 de visitante. Por suerte la diferencia de goles no importaba.
Cinco nos comimos. O mejor dicho: cinco se comió el Gallego, que ese día terminó de confirmar todas las sospechas cuando, con el partido 4 a 0, salió corriendo como loco, desaforado, a protestar un off side que estaba bien cobrado buscando que el árbitro lo amonestara. Y lo consiguió.
El murmullo de los hinchas confirmó lo que todos pensaban: el Gallego se había vendido. Pero se había vendido de una forma —hay que reconocerle— muy ingeniosa porque no solo había permitido que nos golearan en ese partido, sino que además se había hecho sacar la quinta amarilla para no jugar el siguiente. El Gallego se vendió para dos partidos en uno.
Recuerdo que, mientras trataba de explicar por la radio la jugada, lo único que sentía eran los revoltijos en la panza. Ya me ponía nervioso el solo hecho de pensar que me tocaría atajar en el tercer partido.
Apenas se subieron al colectivo para volver al pueblo, uno de los dirigentes que tenía celular se comunicó con Depaola. Depaola había atajado en el club hacía unos años, hasta que un día se fue a vivir solo al campo. Cansado de todo no quería saber más nada con nada, pero como el club era de las pocas cosas que recordaba con cariño permitió que lo anotaran en las listas de buena fe desde que se había ido.
Depaola escuchó el teléfono de milagro, en el medio del ruido del tractor, mientras pasaba el arado en el campo. No tenía ni idea de lo que había ocurrido. Incluso pensaba que el campeonato se había terminado hacía rato.
El lunes, diez minutos antes de empezar el entrenamiento, Depaola cayó con el mismo bolsito azul de toda la vida colgando del hombro. Sentados en el medio de la cancha lo esperábamos sin saber si vendría. Saludó al resto a la pasada y me buscó. No me conocía pero rápido supo quién era. Se arrimó, me palmeó la espalda y me preguntó: ¿Nene, vos querés jugar? No tuve tiempo para pensar, aunque en realidad no lo necesitaba: no, le respondí tímido pero contundente.
Atento, el Marito improvisó una arenga que terminó con un pedido de aplausos para mi gesto. Pero en realidad el Marito sabía, como todos, que desde ese momento quedábamos un poco más cerca de ganar el campeonato y eso era lo único que importaba.
Empecé el comentario de la final diciendo que el 3 a 0 categórico no dejaba dudas: estábamos en presencia de un merecido y legítimo campeón. Después agregué dos o tres frases más que alguna vez había escuchado en las radios de la ciudad, solté el micrófono y salí corriendo para dar la vuelta olímpica.
En medio de los abrazos, el técnico a los gritos me pedía disculpas y yo no entendía por qué. ¡Perdón! Perdón, te quería poner aunque sea cinco minutos, ¡pero estabas del otro lado!
Como el tercer partido se jugó en cancha neutral, las autoridades de la Liga habían dispuesto que los bancos de suplentes tenían que estar del mismo lado que los hinchas propios, para evitar inconvenientes. El problema fue que con los muchachos de la radio no pudimos cruzar la mesa de transmisión porque del otro costado de la cancha no había enchufes.
En fin, debo reconocer que aquel día, aquel día sí, me hubiera gustado jugar al menos un ratito.
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