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La fama es puro cuento
El diminutivo lo hacía sentirse lo que era: un nene de diez años. Robertito, por su parte, odiaba que le dijeran así. Ninguno sabía cómo los afectaría ese juego de canicas. Leé o escuchá el relato.
AUDIO: En el juego, el que "chanta" mas bolitas, gana
Mauricio Coccolo
Miguel prefería que le dijeran Miguelito, porque el diminutivo lo hacía sentirse como lo que era: un nene de diez años. Miguel le parecía un nombre para usarlo cuando fuera más grande.
Miguelito vivía con su mamá en la última casita de la última cuadra del sur del pueblo, que era el lado más humilde. Tenían todo lo que necesitaban para vivir, menos vecinos. Al lado estaba la casa del abuelo José, cruzando la calle vivía un viejito rodeado de perros, en diagonal hacia la esquina había un caserón vacío, después un baldío y dos cuadras para adentro la Estación del Ferrocarril.
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El pueblo, como casi todos, se había fundado al costado de las vías del tren que dividían las ochos cuadras en dos bloques: cuatro hacia el sur y cuatro hacia el norte. Como la única plaza estaba en el norte, la mayoría de la gente elegía vivir de ese lado, donde además tenían la escuela, la policía, el correo, el club, la iglesia, el banco y los nombres de los próceres más importantes en las calles: la avenida principal, por supuesto, se llamaba San Martín.
En el sur del pueblo vivía tan poca gente que Miguelito era el único chico de su edad. Todos los compañeros de la escuela vivían del otro lado. Para hacer cualquier cosa, Miguelito tenía que cruzar las vías: para ir a comprar el pan, a clases, a cortarse el pelo, a jugar al fútbol o a las bolitas.
A Miguelito le encantaba jugar a las bolitas, pero no era tan bueno. Como a las bolitas se jugaba por bolitas, había que tener plata para comprarlas o habilidad para ganarlas, y a Miguelito no le sobraba ninguna de las dos cosas, por eso prefería mirar cómo jugaban los otros.
Cuando volvía de la escuela, Miguelito tiraba el guardapolvo y la mochila arriba de la cama, agarraba la bicicleta y salía a buscar partidos de bolitas por el pueblo. Casi siempre jugaban en los mismos lugares: al costado de las vías, en un terraplén contra los silos o debajo de los eucaliptus que rodeaban a la cancha. Miguelito iba y miraba.
Los chicos más grandes, que se juntaban atrás de la cancha del club, jugaban con unos bolones de acero que sacaban de los rulemanes del ferrocarril y eran casi del tamaño de un bochín. Aquellos chicos no jugaban al hoyito, sino que habían inventado una variante que llamaban quiñadas, donde cada uno, a su turno, tenía que pegarle al bolón del otro. Cuando acertaban, sacaban a su rival del juego y le ganaban una, dos o hasta tres bolitas, según lo acordado previamente.
Miguelito se pasaba horas mirando cómo jugaban. En invierno llevaba una mandarina, se sentaba al solcito y los estudiaba detenidamente para después imitarlos: veía que agarraban el bolón con el dedo gordo contra la palma y ponían la mano derechita, como una mira. Balanceaban el brazo, hacia atrás y adelante, y sacaban un latigazo con tanta fuerza que hacían saltar el bolón del rival.
A la vuelta de una de esas tardecitas, Miguelito descubrió que ya no era el único chico del sur: una familia con tres hijos, dos nenas y un varón, se había mudado al caserón de la esquina. Al principio, Miguelito se sintió invadido, pero con los días encontró en Roberto un nene igual a él, que también jugaba a las bolitas, la única diferencia era que odiaba que le dijeran Robertito.
Lo más raro era que Roberto no guardaba sus bolitas en una bolsita de tela, como hacían todos en el pueblo, sino que usaba un frasco de vidrio, con tapa azul, que tenía una etiqueta amarillenta en la que Miguelito leía algo así como: “lor-che-se-li-ne”.
Hasta que entraron en confianza, jugaban a las bolitas de forma amistosa, pero cuando Miguelito se dio cuenta de que Roberto no era tan bueno, se animó y le propuso jugar a las quiñadas en serio. Cuando hicieron las primeras vueltas de prueba, para que Roberto aprendiera cómo era el juego, Miguelito empezó a notar que andaba derecho: tiraba y pegaba.
Arrancaron jugando por una bolita. Miguelito copiaba los movimientos que había visto de los más grandes: bolón contra la palma, presionado por el dedo gordo, mano recta, ojo izquierdo cerrado, derecho apuntando, balanceo y, ¡pum!, chanta. Qué lindo sonaban los bolones chocando. Suelto, pero sin sobrarlo, Miguelito empezó a decir: mirá que te voy a secar, a medida que veía que el frasco de Roberto se vaciaba.
Jugado por jugado, Roberto propuso apostar dos bolitas por quiñada y después, ya desesperado, subió a tres. Pero no había caso: tiraba y erraba. Miguelito estaba en su día, nunca había ganado tantas bolitas: primero le sacó las italianas, después las negras y al final se quedó con las lecheritas. Roberto se fue tan enojado cuando le dio la última blanquita que salió furioso, con los ojos llorosos, y se olvidó el frasco de gomina.
Cuando llegó a su casa, Miguelito no pasaba por la puerta de lo agrandado que estaba y no veía la hora de contarles la hazaña a su mamá y, especialmente, a su abuelo. La madre, como todas las madres, olfateó algo raro apenas lo escuchó entrar. Terminó de secarse las manos, dejó el repasador sobre la mesada, y lo encaró: de dónde sacaste todas esas bolitas, Miguel, le dijo de una.
Miguelito se sintió acusado, pero estaba tranquilo porque sabía que no había hecho nada malo. No las había robado, solamente se las había ganado a Roberto en buena ley, jugando. Sin dejarlo completar el final de la historia, la madre lo mandó urgente a la casa de ese chico (“de ese chico”, le dijo señalando la esquina) para que devolviera todas las bolitas que no eran suyas. Y el frasco también, le advirtió cerrando un sermón que incluyó retos y enseñanzas.
Miguelito salió medio enojado y medio arrepentido por lo que había hecho, pero más por lo que su mamá le dijo que había hecho. No alcanzó a llegar a la casa de Roberto, se encontraron a mitad de camino y lo vio venir secándose los mocos con el puño del buzo, llorando porque no sabía cómo decirle a la madre que había perdido todas las bolitas.
Debajo de la luz del farol, que hacía unos días habían puesto en la esquina, Miguelito y Roberto repartieron las bolitas. Cada uno se quedó con las suyas. Después de un segundo de silencio, sin saber qué decirse, se miraron y supieron que serían amigos toda la vida. Dieron media vuelta y cada uno se fue a su casa convencido de que con los amigos no se gana ni se pierde. Con los amigos se juega y se comparte, lo bueno y lo malo, para siempre.
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