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A 40 años del conflicto
Daniel Santa Cruz narra la iniciativa del Plan Programa Humanitario, donde el veterano Julio Aro y el capitán británico Geoffrey Cardozo buscaron identificar a los 121 soldados argentinos en Darwin.
FOTO: Adelanto de "Malvinas, identidad de héroes"
El Plan Proyecto Humanitario Malvinas
Cuando la guerra de Malvinas culminó, comenzó un proceso doloroso para toda la Argentina que llevó a gran parte de la sociedad a dejar atrás los recuerdos de la contienda, tan íntimamente relacionados con la dictadura militar, que vivía sus últimos días.
La mayoría exigía como prioridad investigar los crímenes de lesa humanidad cometidos por las juntas militares: “juicio y castigo”, “memoria, verdad y justicia” eran las proclamas de gran parte de la sociedad argentina. Esa primacía, de un modo u otro, le dio la espalda a un recuerdo reciente, doloroso, cuya inercia patriótica llevó a millones de argentinos a embanderarse detrás de la gesta bélica que dejó un saldo de 650 combatientes argentinos y 255 soldados ingleses muertos.
Toda la sociedad recuerda esa Plaza de Mayo del 2 de abril de 1982, horas después de que se diera a conocer que las tropas argentinas habían tomado las Malvinas para recuperar su soberanía. Una plaza repleta de argentinos dispuestos a aplaudir al dictador Leopoldo Fortunato Galtieri, quien anunciaba:
“Hemos recuperado salvaguardando el honor nacional, sin rencores, pero con la firmeza que las circunstancias exigen, las Islas Australes que integran por legítimo derecho el patrimonio nacional” y que, ante la hipótesis de un conflicto bélico, afirmaba: “Si quieren venir, que vengan, nosotros les presentaremos batalla”. Así presentaba el general Galtieri, que presidía la Junta Militar de gobierno, los próximos 74 días de guerra que nuestro país comenzaba a transitar, la primera contra otra nación desde la guerra de la Triple Alianza, que ocurrió entre 1864 y 1870.
La euforia nacionalista se hizo carne de modo extremo en gran parte de la sociedad, que festejaba las noticias tendenciosas emitidas por el canal oficial, cargadas de patriotismo simbólico y mentiras, como si fuesen goles de nuestra selección en un mundial de fútbol.
La sociedad hacía notar su compromiso con la gesta patriótica a través de colectas solidarias. Muchas personas donaban sus joyas de buena fe para reunir fondos patrióticos convocados por maratones televisivas. Mientras tanto, en las islas, nuestros soldados se debatían con muestras de heroísmo en un combate desigual, injusto, que dejó un saldo irreparable de muertes y dolor que aún hoy nos enluta.
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Culminada la guerra, los argentinos pasaron de la euforia a la depresión, a la bronca. Eran tantas las demandas —democracia, libertad, justica, derechos humanos, participación— que Malvinas retrocedió en el interés colectivo y comenzó a rezagarse en la agenda de prioridades.
Quizás algunos se sintieron cómplices por acompañar ese fervor nacionalista, que no tuvieron, por supuesto, con la represión ilegal. Algo se rompió; hasta los chicos, soldados, “colimbas” que volvían al continente necesitaron años para ver reconocidos sus derechos como veteranos de guerra.
La “desmalvinización” existió, no porque el gobierno de tur-no lo decidiera, sino porque la sociedad tardó años en entender y hacer propio y visible ese reclamo.
De los 650 argentinos muertos, 246 quedaron en las islas. Muchos de ellos fueron sepultados en fosas comunes, tumbas de guerra, en algún cementerio local o simplemente quedaron esparcidos en el suelo helado de las islas cubiertos con piedras, tapados con mantas o directamente sobre la tierra, en el mismo lugar donde cayeron.
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Luego del retiro de las tropas argentinas, comenzó una etapa de estancamiento en las relaciones bilaterales entre el Reino Unido y nuestro país, una relación que, cuando se recompuso, siempre dejó fuera del diálogo el tema de la soberanía en las islas.
Se sabe que en dos ocasiones, apenas culminada la guerra, el gobierno inglés pidió a las autoridades argentinas que enviaran una misión para “repatriar” los cuerpos de los soldados, ofreciendo toda la colaboración y la medidas de seguridad para hacerlo. La Junta Militar no respondió el primer pedido por-que no aceptaba el término “repatriar”; después de todo, los soldados caídos descansaban en su patria.
En una segunda oportunidad, ya bajo protesta e invocan-do una cuestión “sanitaria”, el gobierno de las islas pidió nuevamente la colaboración para retirar los cuerpos. Tampoco obtuvo respuesta.
Eran épocas donde las relaciones eran inexistentes: la guerra acababa de terminar e Inglaterra se quejaba ante los organismos internacionales por no contar con la colaboración argentina para identificar las zonas que habían quedado mina-das una vez culminado el conflicto.
En diciembre de 1982 las autoridades británicas le encomendaron al capitán Geoffrey Cardozo el duro trabajo de recoger, exhumar, identificar y sepultar los cuerpos de los soldados argentinos esparcidos en las islas, trabajo que culminó el 17 de febrero de 1983. El cementerio de Darwin recibió los 246 cuerpos, casi la mitad de ellos identificados, con honores militares hacia los caídos, en una ceremonia acompañada de un oficio religioso.
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Cardozo dejó un informe detallado sobre el trabajo realiza-do, con datos, muestras y señales que le permitirían al gobierno argentino identificar a esos 121 soldados. En ese momento se creía que eran 119 porque, por razones de esqueletización y por el estado en que habían sido encontradas las partes de algunos cuerpos, fue imposible individualizarlos.
Lo que el entonces capitán Geoffrey Cardozo no pensaba era que su trabajo recién iba a ser reconocido 36 años después, cuando se completó el Plan Proyecto Humanitario Malvinas. Un plan que nació en 2008, cuando el veterano de guerra Ju-lio Aro viajó a Malvinas y visitó el cementerio de Darwin. Julio volvió de ese viaje con la necesidad de hacer algo por esas 121 familias que, en cuanto les fue posible, visitaron Darwin sin saber dónde descansaban los restos de sus hijos. Muchas madres adoptaban una tumba al azar: allí rezaban y dejaban flores, sin saber ciertamente si en ella se encontraba su hijo.
Tiempo después, Julio tuvo un contacto fortuito en Londres con Geoffrey Cardozo. No se buscaron, no se conocían; simplemente Geoffrey actuó como intérprete de Julio para que este pudiera charlar con veteranos de guerra ingleses.
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Ese encuentro fue el punto de partida de una gesta histórica, quizás el hecho más importante referido a Malvinas desde que culminó la guerra.
La identificación de los cuerpos de los soldados argentinos sepultados en Darwin se convirtió en una cuestión de Estado que atravesó la grieta política que tanto ha marcado la suerte de la Argentina en los últimos años, porque comenzó a tomar forma durante el gobierno de Cristina Fernández de Kirchner. En esa gestión se tomaron las decisiones más destacadas para encarar el proyecto; se firmó, oficializó y ejecutó casi en su totalidad durante el gobierno de Mauricio Macri, con una labor destacada de su secretario de Derechos Humanos, Claudio Avruj, y en el gobierno de Alberto Fernández se continuó con la segunda parte del Plan Proyecto Humanitario Malvinas, que permitió identificar a más soldados.
El PPH Malvinas fue encomendado a la Cruz Roja Internacional, que contó con el trabajo técnico del Equipo Argentino de Antropología Forense (EAAF), un organismo muy reconocido mundialmente y que ya venía trabajando con éxito en la identificación de cuerpos NN víctimas de la represión ilegal que le dio una deshonrosa forma a los crímenes de lesa humanidad cometidos por las juntas militares en nuestro país.
En este libro se presentan historias como la de Julio y Geoffrey, cuya gesta los llevó incluso a ser candidatos al Premio Nobel de la Paz; la de dos personas que colaboraron muchísimo para que este programa se concretara: la periodista Gabriela Cociffi y el mítico líder de Pink Floyd, Roger Waters; el rol colaborador de los familiares en la voz de María Fernanda Araujo y varios testimonios. Además, la palabra de Luis Fondebrider, fundador del Equipo Argentino de Antropología Forense, actualmente a cargo del equipo forense de la Cruz Roja Internacional, y de distintas autoridades políticas, como el embajador del Reino Unido, Mark Kent. Pero, sobre todo, se podrán conocer las historias de aquellos soldados, suboficiales y oficiales que cayeron en Malvinas y durante 36 años fueron víctimas de una desidia que los obligó a descansar en el anonimato.
Por supuesto, se destaca en primer plano la historia de una amistad, la de Julio y Geoffrey, que pasaron de ser enemigos en 1982 a amigos unidos por una causa justa.
Una amistad que permitió que 121 familias pudieran identificar el lugar donde fehacientemente descansan sus hijos en el cementerio de Darwin en Malvinas y así lograr el cierre de un duelo demasiado largo, sentir un poco de justicia por esas vidas que la guerra se llevó y poder decir que sus hijos, herma-nos, amigos, padres dejaron de ser “soldados argentinos solo conocido por Dios”, recuperar su identidad y convertirse en lo que nunca debieron dejar de ser: héroes con nombre.
Julio Aro
“Me tuve que venir de raje a Luján porque falleció la mamá de un compañero. Ya estoy pegando la vuelta porque tengo actividades en la Fundación”, respondió apurado Julio Aro cuan-do lo contacté para una entrevista para el diario La Nación. Desde hace unos años, así de vertiginosos son los días de este profesor de Educación Física que combatió en el archipiélago con el Regimiento N° 6 de Mercedes.
Julio nació en Mercedes, provincia de Buenos Aires. Cumplió con el servicio militar obligatorio durante siete meses en 1981, recibió la baja en diciembre y fue reincorporado el 6 de abril de 1982, para ser trasladado al archipiélago donde estaba por desatarse el conflicto bélico. De inmediato se sumó al Regimiento 6 de Mercedes. El 12 de abril de 1982, con 19 años, desembarcó en Puerto Argentino en un avión Hércules de las Fuerzas Armadas argentinas.
Julio se casó y tuvo dos hijas. Fue presidente del Centro de Exsoldados Combatientes en Malvinas de Mar del Plata desde 1992 a 1996. Se recibió de profesor de Educación Física en el Instituto Superior de Formación Docente Nº 84 de Mar del Plata.
A su regreso de la guerra, sufrió estrés postraumático y la desmalvinización, una suerte de invisibilización de la guerra y sus consecuencias. Con ayuda de su familia, superó lentamente su trauma. En 2000 ingresó como encargado al Departamento de Veteranos de Guerra de IOMA (Instituto de Obra Médica Asistencial) para dar asistencia y contención a quienes habían participado en la guerra de Malvinas.
Recuerda Julio:
El 2 de abril de 1982 me encuentra trabajando. Empiezan a caer compañeros míos y digo: “¿Qué pasó?”, y me dicen: “¿Qué? ¿No te enteraste?”. “¿De qué?”. “Mirá, nos volvieron convocar”. Así que al otro día me despedí de mis viejos y nos fuimos para el cuartel, donde nos dan el equipo. Nuevamente nos vuelven a preparar, con las chapitas, que no estaban los nombres, hubo que ponerle un papel: S/62 Aro, muchas vueltas en cinta scotch, y empezamos a preparar todo el bolsón porta equipos. Hasta que el 12 de abril llegan un montón de Unimog y nos embarcan a todos y nos dicen: “Tenemos que trasladarnos a Buenos Aires”. Nos traen a Palomar, a todo el regimiento, así que no habrán pasado 10 minutos. No pudimos tomar un mate cocido que nos dicen: “El Regimiento 6 otra vez embarcará”. Tomamos otro avión; la sorpresa es que cuando desembarcamos, desembarcamos en las islas Malvinas. A mí me tocó estar en Puerto Argentino, principalmente, donde estábamos custodiando la casa del jefe; estábamos con unos pozos delante de la casa.
Una vez que se conoció la rendición argentina, el 14 de junio de 1982, Julio estuvo unos días en las islas recogiendo cuerpos y sepultándolos.
“Sepultamos a nuestros compañeros en tumbas de guerra o fosas comunes, y ahora están en Darwin, sin identificar. Es algo que me afecta y quiero cambiar por respeto al dolor de sus familias”, repetía Aro en esas entrevistas.
En 2008 regresó a Malvinas para cerrar su historia personal. Al visitar el cementerio de Darwin, donde yacen los cuerpos de los argentinos caídos en la contienda contra los británicos, se sorprendió al ver que prácticamente la mitad de las tumbas no estaban identificadas.
Yo tenía una pelea interna, antes del 2008, que era que no quería regresar a las islas, que estaba la posibilidad, con un pasaporte, pero por un montón de cuestiones veía la bandera inglesa y me molestaba… No había madurado nada. Pero, pensé, ¿qué me puede hacer un pasaporte? Es un papel, no estoy vendiendo nada, de última es un papel. Lo llevo y lo prendo fuego. Era mucho más la necesidad de ir. Fue así como tuve dos trabajos, que eran contener a compañeros, a chicos de la calle, y yo quería hacer este viaje sin que nadie me contuviera, quería ir a buscar a ese Julio que había dejado en el 82. Dejé una persona y vino otra. Fue un quiebre importante. Pude hacerlo solo, no quería que nadie me acompañara. Yo te puedo decir como profesor la cantidad de huesos que tenés, la cantidad de litros de sangre que producimos, pero lo único que no te puedo decir es la cantidad de lágrimas que producimos, porque esa semana no paré de llorar.
Ese viaje transformó su vida. Era su regreso al lugar donde había combatido contra el enemigo inglés, donde había visto caer a sus compañeros y amigos y hasta donde había tenido que sepultar a algunos de ellos en distintas tumbas de guerra.
Para Julio, recorrer nuevamente las islas, reencontrarse con cada uno de esos 60 días que pasó allí fue un golpe duro de asimilar, pero estaba preparado para eso; sabía que los recuerdos lo iban a invadir como a todos los veteranos de aquella cruel guerra, que lo devolvió al continente vivo, aunque con infinitas heridas en el corazón. Pero, sobre todas las cosas, su vida cambió radicalmente por la consternación que le causó leer en las placas negras al pie de las cruces de 121 tumbas en el ce
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