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FOTO: La historia real detrás de “Iosi, el espía arrepentido”
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YO, ESPÍA
Me llaman Iosi. Por Iosef, el nombre hebreo de José. Buena parte de mis días fui judío y participé de encuentros políticos y culturales en instituciones de la colectividad en la Argentina. Pero no es mi verdadera identidad, no: soy agente del Servicio de Inteligencia de la Policía Federal. En realidad, fui ambas cosas a la vez: desde 1985 mi trabajo como policía consistió en infiltrarme en entidades de la comunidad judía para obtener información sobre sus planes secretos. Todas las actividades de sus agrupaciones y de sus dirigentes debían ser reportadas por mí. Pero lo esencial era llegar a descubrir cómo se organizaban los judíos para concretar el proyecto de conquistar parte del suelo argentino y convertir la Patagonia en uno más de sus dominios, como advertía el “plan Andinia”. Y toda otra maquinación que tuviera lugar en esos cenáculos inexpugnables y misteriosos. Eso fue, claramente, lo que me encomendaron mis jefes. Realicé mi tarea mejor que nadie.
Dominé el hebreo y me convertí en un sólido conocedor de la religión, la cultura, la historia y las tradiciones judías. Durante casi quince años me integré paciente y hábilmente en agrupaciones sionistas y organicé actividades. No hay institución judía a la que no haya podido entrar sin ser revisado —aun armado—, incluso después de los atentados a la Embajada de Israel y la sede de la AMIA. También pude saludar a conocidos en la Embajada y caminar por sus pasillos, los mismos que recorren los míticos miembros del Mossad. Pude hacerlo, porque soy Iosi. Se trataba de una labor sin horarios y sin descanso.
Como dicen en “la cole”, no es fácil ser judío. Ya hablaremos de eso. Durante los primeros años llevé adelante mi misión sin conflictos personales ni padecimientos espirituales, y llegué tan lejos que ni mis propios mentores podían creerlo. Recuerdo sus caras de satisfacción cuando logré formar parte de la comisión directiva de una entidad central de la colectividad judía en la Argentina. Entré en cada lugar que me propuse, y pude comprender cabalmente esta comunidad, en sus anhelos y sus temores, en sus grandezas y sus bajezas, en sus luchas y sus padecimientos, y en sus infinitos debates internos. Fui líder en grupos universitarios y —no sé muy bien en qué momento ocurrió— comencé a sentirme demasiado cómodo en el grupo social en el que transcurría toda mi vida. No había encontrado ninguna conspiración oscura, nada de lo que auguraban los textos antisemitas en los que abrevaban mis responsables policiales. Había miserias, como en cualquier grupo humano, pero ningún turbio complot antiargentino.
Tanto me integré en la colectividad, tanto me mimeticé, que me enamoré perdidamente de una chica judía. Un amor sin medidas, un amor prohibido y secreto que dejé que me ganara en cuerpo y alma. No pude impedirlo: era la mujer de mi vida. Nunca había amado así, y seguramente nunca volveré a hacerlo. Nos casamos en secreto e incluso llegamos a intentar mi conversión y una huida a Israel. Cuando explotó la bomba en la Embajada, poco después de que desprevenidamente yo estuviera a punto de ir a una reunión allí, empecé a preguntarme si la información que transmitía en encuentros secretos no habría contribuido al atentado. Después de la explosión en la AMIA ya no tuve dudas. Me habían pedido detalles del edificio, había dejado en manos de mis superiores un plano de la sede, había reportado movimientos, nombres, responsabilidades y horarios. Busqué alivio para mi desesperación.
Me integré sin obstáculos en los cuerpos de autodefensa juveniles que fueron instruidos y tuvieron a su cargo la seguridad de las instituciones comunitarias, los clubes, las escuelas, las sinagogas. Mis jefes empezaron a sospechar cuando me pidieron apellidos, lugares de entrenamiento de esos grupos y yo contesté con evasivas. Me ralearon, me trasladaron al interior, me destinaron a tareas burocráticas, me separaron de mi esposa. Destruyeron mi pareja. Empecé a temer que me mataran. Cuando me cruzaba con mis anteriores camaradas de la comunidad, me trataban con admiración y respeto. Estaban convencidos de que había sido convocado para alguna misión especial, y no preguntaban por mis ausencias. Grabé un video a solas, advirtiendo que si aparecía muerto los responsables debían ser buscados entre los azules. Guardé evidencias de mi trabajo, documentos, credenciales, actas. Solo, busqué apoyo en dos judíos en quienes todavía puedo confiar: un abogado, director de un periódico de la comunidad, y una periodista. Los contacté sin saber si me iban a dar la espalda o si iban a denunciarme por cómplice de los asesinos. Ellos intentaron durante largos años, por todos los medios, conseguir adhesiones para que yo pudiera declarar en el exterior, a salvo, lejos de todo. La farsa armada en la justicia argentina y la inacción absoluta para llegar a la verdad me convencían de que no era en los tribunales locales donde tenía que hablar. En largos y kafkianos peregrinajes en busca de respaldo encontraron indiferencia y complicidad con el silencio. A veces, después de un entusiasmo inicial, los contactos se desdibujaban. Lo intentaron todo, desde recurrir al Centro Simón Wiesenthal hasta apelar a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) en Washington. Desde la entonces primera dama y senadora Cristina Kirchner hasta el influyente Comité Judío estadounidense. Hay que decirlo, a veces dudé. Temía perder lo único que me quedaba. Ya había perdido el amor, ahora podía perder a mi hijo y a mi padre anciano. Hoy tengo el corazón desgarrado. Ya no logro conciliar el sueño sin somníferos y aun así me persiguen las pesadillas. Hay sangre, cuerpos destrozados, ayes de dolor. Las palpitaciones me asaltan una y otra vez, y los zumbidos resuenan en mi cabeza con mayor nitidez en las horas nocturnas. Siempre temí que mis mundos colisionaran alguna vez, pero lo que sucedió fue mucho peor. Ya no pertenezco a ninguno de los dos. Ahora soy un testigo protegido, que debe continuar oculto, al igual que todo lo que conoce. Porque así lo dispuso el fiscal Alberto Nisman. Pero el fiscal apareció muerto, y yo no sé qué hacer. La angustia me está destruyendo. Una y otra vez vienen a mi memoria los rostros de Riqui, de Carlitos, de Silvia y de otros pibes que murieron por la bomba en la AMIA, que fue destruida tras un preciso trabajo de Inteligencia al que yo, Iosi, sin saberlo, contribuí. Pero hay más, mucho más. Y es demasiada soledad para un solo hombre. Demasiada carga para continuar callado. Por eso decidí contar toda mi historia.
CAPÍTULO 1
Ya no aguanto más. Estoy a punto de enloquecer. En este pueblito ignoto y aburrido, aislado, lejos de mi familia, sin amigos, ni siquiera alguien con quien charlar. Salgo por las mañanas a recorrer caminos rurales para calmar la ansiedad, me refugio en bares y almacenes para matar el tiempo, pero es inútil. Llega el anochecer y me gana la desesperación. Porque soy un fantasma que no debe dejar rastro de su existencia. Soy un testigo protegido y nadie tiene que saber dónde me encuentro. “Testigo protegido”. Suena importante, pero yo me siento un miserable fugitivo. No es conveniente que me vincule con los lugareños, porque tendría que mentir sobre mi vida y mi identidad. Si me lo propusiera, podría hacerlo sin ninguna dificultad, pero no quiero vivir nuevamente en el engaño. Cuando tuve que cumplir con lo que me ordenaron, construí una existencia falsa, con falsas amistades, con falsos amores, una existencia que me fue ganando y se volvió muy real, pero que ahora está destruida. Ya no sé ni quién soy. Y quiero que la verdad salga a la luz. Toda la verdad. Durante casi diez años realicé fielmente el trabajo que me encomendaron, en plena democracia, funcionarios argentinos, para servir a mi país, según me dijeron. Cumplí las tareas que me pidieron, con mi cuerpo y mi alma, con total entrega, sacrificando mi vida familiar y cualquier otro proyecto personal. Hasta que empecé a tener la certeza de que la información que elevaba a mis jefes era la que se necesitaba para dañar a los que había empezado a querer, a defender. Es una realidad perversa, pero no puedo esconderla más. Sé que pueden estar buscándome. Son muchos los que quieren que nunca cuente mi historia, que involucra el espionaje contra la comunidad judía y las masacres de 1992 y 1994, en Buenos Aires, con más de un centenar de muertos que pesan en mi conciencia. Por haber formado parte de una estructura que hizo posibles los atentados, incluyendo el más mortífero ataque contra una sede judía desde el fin de la Shoá, la voladura de la AMIA. Estoy aquí, en medio de la nada, cuidándome como aprendí a hacerlo. Pero la seguridad no es infalible, como lo demostró la desaparición de Jorge Julio López, testigo de cargo en un juicio contra policías y militares. Las muertes misteriosas no son una excepción en la Argentina, como volvió a mostrar el tiro en la sien del fiscal Alberto Nisman. El fiscal que había dispuesto que me protegieran como testigo, pero nunca se interesó verdaderamente en lo que yo tenía para contar.
Padezco, como nunca antes, una sensación de extrema fragilidad. Mi vida no vale nada. Si algo llegara a pasarme, llevaría mis secretos a la tumba. La verdadera historia. Por eso, en esta pocilga donde hoy me escondo, decidí tomarme todo el tiempo necesario para repasar mi vida, y dejar este registro escrito que voy a hacer llegar a quienes sabrán cómo usarlo para el bien, cuando llegue el momento. Contado desde las entrañas y sin maquillaje, como si le hablara a un amigo íntimo. Para que se sepa cómo pude transformarme en Iosi, el agente de Inteligencia infiltrado en las instituciones judías, y todo lo que sucedió después.
Un pibe de Flores
Yo era un chico como tantos, nací en 1960. Me crié en Flores, un barrio tranquilo, de casitas bajas, donde se jugaba en la calle. Fui un pibe corriente, estudié en una escuela del Estado. No me faltaba nada, pero tampoco me sobraba. Mi papá trabajaba embarcado, era marinero. Mi mamá era ama de casa. Tuve una infancia feliz, podría decir. Pasaba todavía el sodero en un carro tirado por caballos, y nos llevaba a dar una vuelta cuando terminaba el reparto. Salíamos a andar en bici hasta el Parque Avellaneda o el Chacabuco. Nos tirábamos en los zanjones que dejaban los obreros de Segba, la compañía de electricidad, para enterrar el cableado. Juntábamos ramas para armar la fogata de San Pedro y San Pablo, en la esquina. Las vacaciones eran en la casa de mis abuelos, en el campo, o en San Clemente, en la costa. En mi familia no había policías. Tenía, sí, un tío que era suboficial, pero no tuvo nada que ver con mi elección de esa carrera. En casa tampoco se hablaba de política. Se respetaba al policía de la esquina, que vivía a mitad de cuadra y a quien todos conocíamos. Le pedíamos permiso para jugar a la pelota en la calle y le dejábamos las bicicletas para que nos las cuidara. Desde los siete años hice deportes. Nadaba, pero sobre todo practicaba béisbol en el club DAOM, ahí, cerca del cementerio. Me había asociado el papá de un vecinito, que trabajaba en la Municipalidad. En 1972 se hicieron las Olimpíadas en Munich, y yo, como todos los chicos de esa época, las seguí por televisión. Cuando los integrantes de Septiembre Negro mataron a los once atletas israelíes me dolió. Era un evento deportivo y no podía comprender que los terroristas hicieran eso y el mundo no se detuviera. Las Olimpíadas no se suspendieron, siguieron como si nada y a mí me dio mucha bronca. Mucha impotencia. Yo me juntaba con pibes judíos, nunca hice ninguna diferencia. En mi barrita de amigos había dos chicos que eran de la cole. Ellos iban al colegio Weitzman, en la calle Varela. Yo vivía a cinco o seis cuadras de allí y uno de ellos practicaba béisbol conmigo, en el club. Cuando mi mamá iba a cobrar el sueldo de mi papá, que depositaban en la sucursal del Banco Nación que había en Varela y Eva Perón —que entonces se llamaba Avenida del Trabajo—, o a pagar la cuota en la tiendita de ropa que le daba crédito, para que no hiciera lío, me dejaba sentado en las escalinatas de la sinagoga que estaba a dos cuadras. Era un lugar seguro y familiar, donde la gente que entraba a rezar me acariciaba la cabeza. Hasta ahí, nada fuera de lo común. En 1976, ya iba al industrial, al Belgrano, en Cochabamba y Deán Funes. Había tres orientaciones: las más populares eran electrónica y construcciones, pero yo elegí óptica y contactología.
Mis salidas de adolescente eran a los cines del centro de Flores, al Rivera Indarte o al Pueyrredón, y después de las películas, que eran por lo menos tres, a veces una de James Bond, íbamos a comer dos porciones de muzzarella y una de fainá con Coca. Uno de mis compañeros vivía en avenida Escalada y autopista Ricchieri. Era un barrio policial, pero yo no sabía exactamente a qué se dedicaba el padre. Un día, cuando estábamos almorzando en la casa, suena el teléfono y la madre atiende. Se queda callada uno o dos minutos, como paralizada, y de repente cae redonda, desmayada. Habían puesto una bomba en el comedor de Seguridad Federal. El padre de mi amigo trabajaba en el edificio. Era comisario y se salvó de casualidad. Tenía su oficina en el tercer piso. El suelo de su despacho había quedado estampado en el techo, con escritorio y todo. Él había salido y hasta altas horas de la noche nadie supo si estaba vivo o muerto. Es entonces cuando mi compañero empieza a contarme qué tipo de actividades hacía el padre.
Me dijo que se enfrentaba con “el terrorismo”, con los grupos guerrilleros de esa época. No me dio más explicaciones. No hacía falta. En el colegio había mucha politización, PRT, Montoneros. Seguramente no me vas a creer, pero yo sentía simpatía por el comunismo. Como jugaba al béisbol, la ideología me entró por el lado del deporte, porque los beisbolistas más famosos, después de los yanquis, eran los cubanos. Yo iba a la Embajada de Cuba y tocaba el timbre para leer el diario Granma, pero por las noticias de deportes. Participaba en las reuniones de delegados, siempre con bajo perfil. Nunca me gustó hacerme notar. Pasó el tiempo, terminamos el industrial y me recibí de óptico. Me puse de novio con una chica, nos llevábamos bien. Nos entusiasmamos, ella quedó embarazada, nos casamos y tuvimos un bebé, pero al año nos separamos, porque en ese momento todavía no había divorcio. Yo trabajaba con mayoristas y no sabía qué iba a hacer de mi vida. Pensaba en ponerme una óptica, pero no lo tenía claro. Con mi trabajo ganaba por lo menos para mis gastos personales y para ayudar a la manutención de mi hijo. A mi compañero no lo había visto más, pero en esa época nos reencontramos. Él estaba trabajando en el área de Computación de la Policía. Lo había hecho entrar el padre. Lo fui a ver. Me dijo que el papá me podía hacer ingresar al área de Inteligencia de la Federal. Era el año 1983 o 1984. Sonaba bien, me tocaba cierta veta aventurera, pero también idealista. El tipo había sido jefe de la división antiterrorista… Me preguntó si yo sabía de qué se trataba eso de “Inteligencia”. Yo le dije que sí, pero solamente conocía lo que veía en las películas. Porque yo iba al cine a ver filmes de espionaje, pero no me fijaba en lo que le interesaba a todo el mundo, sino en cómo operaban. El hombre sonrió un poco; debe haber pensado que yo era demasiado ingenuo, pero lo disimuló. Me explicó que se ocupaban de “contrarrestar el terrorismo”, y además de “resguardar la seguridad interior”. —Somos como el FBI —me dijo. No entendí demasiado en ese momento. Pero yo quería pelear contra el terrorismo, no me importaba de qué bando viniera la violencia, si de la derecha o de la izquierda. Había visto cómo, durante siete años, se había librado en las calles de la Argentina una guerra entre militares que querían defender el orden occidental y cristiano y los que querían imponernos una ideología foránea. Pero lo real era que yo había crecido con esa versión de la historia que había recibido de un solo lado, de los que tenían el poder. Por eso quise entrar al cuerpo de Inteligencia de la Policía Federal Argentina.
Mundo secreto
Entonces empecé mi ingreso a un mundo invisible, reservado, oculto. Directo a la Escuela de Inteligencia, que está frente al Hospital Ramos Mejía, en la calle Urquiza, arriba de la comisaría. El curso completo duraba cinco años. La Inteligencia de la Federal había tenido su primer jefe en la época de Perón, el coronel Jorge Manuel Osinde, que se hizo famoso después de la matanza de Ezeiza. Ahí, la derecha peronista y tipos de los servicios balearon, torturaron y mataron a gente que había ido a recibir a su líder. La división se armó siguiendo el modelo del servicio de Inteligencia de la Alemania nazi. Osinde era afecto a la cetrería, tenía un halcón en el escritorio y cuando recibía a los suyos les decía: —Ustedes van a ser mis halcones, van a salir a cazar por mí. Dicen que torturaba a los detenidos, y que esa fue una de las excusas que usó la Revolución Libertadora para derrocar a Perón en 1955. En la época del Proceso, el área de Inteligencia cobró fuerza en relación muy firme con los militares. Tenía el poder de decidir sobre la vida y la muerte de la gente que detenía. Cuando volvió la democracia, comenzó a haber peleas internas fuertes con las otras áreas. De ahí proviene la costumbre de llamarnos “plumas”, despectivamente, como revancha, en lugar de “halcones”. Los de Inteligencia te generaban desde el principio un sentido de pertenencia muy fuerte, con reglas rígidas. Los que entrábamos no podíamos revelar nuestra identidad, teníamos que usar un nombre falso. El mío, dentro de la fuerza, siempre fue Jorge Polak. Nos aconsejaban aislarnos de nuestros amigos. No tenía que contarle nada de lo que haría a mi familia. Debía reducir mis relaciones a un grupo lo más limitado posible. Había que ser casi un ermitaño. Esas eran las órdenes, y estaban para cumplirlas. Provenían de un decreto de tiempos de Onganía, de 1967, el 2263. Los profesores también tenían nombres falsos. Había uno al que todos le teníamos miedo, que se hacía llamar Barzola. Era gordito, de ojos claros. Lo creíamos capaz de cualquier cosa porque era un pesado de la época de los militares, había pasado por varios destinos. Se zarpaba en los interrogatorios. También lo llamaban Barreiro, y cuando se fue de la policía trabajó en Techint, en seguridad, según me contaron. Solamente uno de los docentes era crítico. Nos decía que el día de mañana nosotros con nuestros informes íbamos a ser los que determinaríamos qué procedimientos se harían, y nos daba a entender que en otra época eran esos informes los que definían quién vivía y quién no. Nos hizo ver una película, Brazil, de Terry Gilliam, donde una mosca en una máquina de escribir cambiaba una letra y eso determinaba el destino de una persona. Otros nos contaron anécdotas sobre esos errores. Confusiones de nombres, de direcciones, aberraciones… A tal punto que en una oportunidad, por equivocarse de vereda, llegaron a la casa de un militar. Como el tipo vio el despliegue de gente de civil armada, se imaginó que eran guerrilleros y empezó a disparar. Le dejaron la casa hecha un colador, mientras el objetivo real se les escapaba por otro lado. Como esa, pasaron seguramente mil cosas, tipos que se llevaron por un malentendido… Pero nadie se manifestaba arrepentido. ¿A quién le importaba? En la Escuela estudiábamos Derecho Civil y Penal, historia de los partidos políticos, historia de los grupos terroristas, Psicología. Era una contradicción que aprendiéramos leyes porque, por otro lado, nos instruían para cometer delitos, como por ejemplo, la irrupción subrepticia en un domicilio, es decir, entrar en un lugar, sacar lo que necesitábamos y dejar las cosas igual, de manera que nadie se diera cuenta de que habíamos estado ahí. Y, a la vez, nos enseñaban cuál era la pena si alguien era encontrado dentro de una propiedad privada. Aprendías la norma y también cómo violarla. Los manuales eran los mismos que se venían usando desde la época de la dictadura. No nos permitían sacarlos de la Escuela, quedaban ahí adentro. Todo era oculto, oscuro. Uno de los profesores había dicho que si uno tenía una habilidad, un conocimiento, debía potenciarlo porque podía ser útil. Por ejemplo, si alguien jugaba bien al tenis, podía viajar por el mundo en ese rol, bajo esa cobertura, de torneo en torneo, y ser en realidad un espía, un agente de Inteligencia.
Podía traficar información sin sospechas. Yo conocía todas las colonias judías de Entre Ríos porque mi familia venía de esa provincia. Basavilbaso, Villa Clara, Domínguez, Sajaroff. Estaba empapado de la llegada de la inmigración, sabía de las distintas oleadas, me recitaba de memoria todos los apellidos… Sabía, por ejemplo, que los de Colonia Avigdor, fundada en 1936, eran judíos alemanes, salvados de la guerra, que habían sido los últimos en llegar. Entonces, preparé una clase especial sobre sionismo en la que contaba por qué había surgido en el contexto europeo la necesidad de la creación del Estado de Israel. No recuerdo si era para Actividades Antidemocráticas o para alguna otra materia. Profundicé muchísimo y eso motivó a que dos de mis compañeros, que eran hijos de militares, empezaran a cargarme insinuando que yo sabía demasiado. Que a lo mejor era judío, un doble agente. Era ridículo, porque se suponía que antes de aceptarme habían investigado hasta a mis abuelos. La verdad era, creo, que ellos esperaban que armara para mi exposición una historia más afín a los mitos que hay detrás de la colectividad judía, el supuesto afán de dominar el mundo, la acumulación de poder, de influencias. Ese halo de misterio, la trama secreta que después, cuando me tocó convivir diariamente con la comunidad, comprobé que no existía, que era un fraude. Cuando recibí la calificación, que fue muy buena, me preguntaron: —¿Vos sos del Mossad o del Shin Bet? —Y… no sé, dígame usted —les contesté. No me imagino qué fantasías se habían hecho sobre mí. Sí, puede ser que haya sido para Actividades Antidemocráticas, porque ellos pensaban que el sionismo era peligroso, una verdadera amenaza para el país. Y eso tiene mucho que ver con lo que voy a contar.
Entrenamiento especial
mejor. Para ir a hacer lo que yo hice, infiltrarme, te seleccionaban de acuerdo a tus condiciones. Te marcaban, te veían actuar. Y también tenían en cuenta sus necesidades de acuerdo con tu historia. En la Escuela te abordaba un oficial con mucha experiencia en esa actividad, porque, por lo general, era alguien que venía trabajando en el tema desde la época de la dictadura, “la otra época”. Casi todos tenían ese pasado. Cuando te seleccionaban, para el resto de la promoción, la tanda, uno había pedido la baja, se iba de la institución. La excusa podía ser cualquiera. Que la persona se había enamorado de una chica y se iba a vivir afuera, que tenía problemas familiares, que estaba enfermo, por ejemplo. Así era como uno empezaba a mentir, como iba a tener que mentir toda su vida. El primer paso era engañar a tus propios compañeros. Te esfumabas, no podías aparecer más. Empezabas a vivir en total secreto. Tu verdadero legajo se retiraba y se guardaba en un lugar equis, una caja fuerte, para que nadie tuviera acceso a él. El próximo paso era un entrenamiento duro, súper especial. Un entrenamiento de elite. La antesala era el CAPE, el Centro de Adiestramiento Policial Especial. Allí había dos instructores, uno de ellos, un referente de apellido Dib, totalmente antisemita. Antijudío de pura cepa. Durante la dictadura, el CAPE se había llamado Centro de Adiestramiento Antiterrorista, pero cuando cambió la época y vino la democracia también le cambiaron el nombre, para disimular. Sin embargo, el espíritu seguía siendo el mismo porque mantuvieron los cuadros; la línea de pensamiento era idéntica. Ahora se llama Grupo Especial de Operaciones Federales, GEOF, pero el cambio de denominación no es garantía de que los instructores se hayan renovado. Se camuflan, se disfrazan, pero siguen pensando lo mismo. En Puente de la Noria había dos edificios, allí nos capacitaban. Ahí teníamos dormitorios, un microcine. El grupo era cerrado, éramos más o menos diez o quince. No había mujeres, no porque no hubiera chicas en Inteligencia, sino porque a partir de cierta instancia se las entrenaba en otro lugar. Ese curso duraba veinte días y era eliminatorio. Tenías que aprobarlo sí o sí. En el CAPE recibíamos instrucción sobre actividades clandestinas: seguimiento, antiseguimiento, sabotaje, infiltración, atentados. Te enseñaban a ser disciplinado, metódico y paciente. Te quitaban el reloj y te sacaban a cualquier hora a hacer entrenamiento físico. Nos habían pedido que lleváramos ropa de fajina, pero como yo no tenía, llevé el overol azul del colegio industrial.
Para hacernos experimentar con explosivos nos llevaban a Campo de Mayo. Aprendíamos a usar detonadores, cordones, armábamos bombas. Si ahora quisiera explicarte algo, no podría, porque ya no me acuerdo, pero todavía debo tener escondidos en algún lugar esos apuntes con las instrucciones. Con ellos podría armar un artefacto eficaz, impecable. También hacíamos seguimientos y si alguien nos descubría en una actitud medio rara y nos detenía, teníamos que dejarnos llevar a la comisaría y desde allí pedir que se comunicaran con nuestros jefes. Imaginate que no llevábamos nuestros documentos. Los objetivos que seguíamos podían ser uno de los nuestros, alguien de un área diferente de la fuerza o un objetivo verdadero, es decir un activista, un estudiante, un sindicalista. También hacíamos simulación de interrogatorios a supuestos terroristas utilizando técnicas proporcionadas por los norteamericanos. Una tarde nos hicieron ver un video sobre eso. Todavía estaban las chicas, eso fue antes de dividirnos. Las mujeres y algunos pibes no se lo bancaron, se levantaron y se fueron. No soportaron ver lo que mostraban. Eran torturas, las conocidas y las que la mente humana te permita imaginar. Levantarte e irte era renunciar, abandonar, admitir que no servías para eso, que eras un blando. El ejercicio inicial era llevarnos al microcine. Allí había un escenario y butacas. Atrás, un espejo desde donde nos observaban los instructores, como si fuera una cámara Gesell. Nos sentaron y trajeron un tipo, encapuchado y esposado, y un maletín. Nos dijeron que se trataba de un terrorista y que supuestamente, en la valija había datos sobre la realización de un atentado. Nosotros teníamos que obtener la información del detenido. Había que abrir el maletín y después interrogarlo. En el maletín había una trampa cazabobos y al abrirlo se producía una pequeña explosión. Revisamos los papeles, que se habían chamuscado un poco, y comprobamos que se iba a cometer un atentado. Teníamos solamente media hora para impedirlo. El atentado iba a ser en un jardín de infantes, nada menos. Nos estaban evaluando y veníamos agotados por el entrenamiento, con una carga psicológica, con una presión tremenda… No por casualidad los que estábamos ahí éramos todos papás y teníamos hijos chicos, algunos incluso bebés. Había un reloj de pared enorme. Nadie decía nada, pero uno sabía… Podíamos consultarnos entre nosotros. Nos evaluaban en conjunto. Cuando quedaban quince minutos y el tipo no hablaba, empezamos a recordar las técnicas que nos habían mostrado en el video. Sobre una mesa nos habían dejado algunos elementos, por ejemplo, un martillo. No quiero decir más…
No sabíamos si el tipo era un actor o qué. No creo que lo fuera. Si le rompíamos una falange, la rodilla o si le cortábamos un dedo de la mano, nadie nos iba a reclamar nada. Yo tenía 25 años, y los demás eran menores, excepto uno, Luis Falco, del que mucho después se supo que fue el apropiador de Juan Cabandié y por eso terminó preso. Él era mayor, de una promoción anterior. Los instructores venían, como te dije, “de la otra época”, incluso el capellán policial que te convencía de que ibas a luchar contra el diablo, contra el mal. Los instructores evaluaban quién tomaba la iniciativa en esa situación. Al final el supuesto terrorista habló y todos salimos corriendo para evitar el “atentado”. Y sí, lo apretamos. Incluso creo que si no hubiésemos tenido nada a mano habríamos preguntado “¿dónde hay un cable de 220?”, y habríamos cazado un cable de 220 para darle. Eso, seguro. ¿Ese ejercicio lo hacen en todos los servicios de Inteligencia? Y sí, no era una excepción. Te llevan al límite, siempre al borde. Había un apremio psicológico tremendo, insoportable, permanente. Cuando íbamos a ciertas prácticas había una ambulancia. Por ejemplo, teníamos que saltar de un edificio, desde una altura de quince metros, usando una tirolesa, llevando en las manos un FAL. —El otro día se llevaron a uno de acá al Churruca —te decían, como si nada. Uno de los pibes no se animó. Si pasaba algo así, si algunos no tenían el valor de saltar, si dudaban, cuando bajábamos había un ómnibus esperándolos y se los llevaban. No los veíamos más. Todo apuntaba a desestructurarte. Te ordenaban que te vistieras de traje y te llevaban a un descampado, a hacer pruebas de resistencia, a correr cinco kilómetros o a que te arrastraras por el piso. O te decían que te pusieras ropa de gimnasia y te llevaban a hacer un antiseguimiento por la zona bancaria. Nunca sabías lo que iba a pasar, nada era previsible, medían tu poder de adaptación y de reacción. Supongo que a la gente que nos veía corriendo por Puente de la Noria, escoltados por dos patrulleros, debía de resultarles raro. Todos vestidos de manera diferente; un cambalache, porque la ropa era un rejunte, cada uno había llevado lo que había podido conseguir. Al fondo, había una villa de emergencia. A veces, en las prácticas nocturnas de tiro, disparábamos con salva.
Algunos vecinos salían corriendo porque pensaban que les estaban tiroteando la casilla. También hacíamos prácticas con munición real, pero en Campo de Mayo. Al cabo de veinte días terminabas el curso, exhausto pero feliz. La última prueba era dar la vuelta completa al autódromo corriendo. No sé cuántos kilómetros serían, pero ya no era demasiado para nosotros. Al final del entrenamiento corríamos entre cinco y diez kilómetros por día. Éramos todos una masa de músculos. Al final nos llevaban al microcine. Cuando entrábamos, en cada asiento había un rosario y una boina azul con el símbolo del CAPE, que es un puñal con unas palabras en latín: vincere malum in bonum y una supuesta traducción: “hacer el bien combatiendo el mal”. La versión en castellano estaba un poco forzada con el fin de usar el verbo “combatir”, pero eso es lo de menos. En realidad, según averigüé, la verdadera frase latina, que viene de la Epístola de San Pablo a los romanos, es vince malum bono, es decir: “vence el mal con el bien”. Todo estaba en penumbras. Cuando nos sentábamos se iluminaba de repente el escenario.
Aparecía el capellán y nos bendecía, era un golpe de efecto. Él dictaba una materia, no recuerdo si era Ética Profesional o Religión, pero lo que sí me acuerdo es que nos había motivado y alentado continuamente. Se volvían a apagar las luces y empezaban a proyectar videos de algunos familiares, esposas, hijos: “Te amo, te extraño mucho, sos mi héroe”, frases así nos dedicaban las mujeres, los chicos. A mi familia no la grabaron, habían elegido solamente algunas, pero el objetivo se cumplía. Se salía de ahí motivado, listo para comerse el mundo. El cura me hizo una advertencia personal: —Vos no tenés que ser tan crítico, porque vas a tener problemas el día de mañana en tu carrera —me recomendó. Fue particular, siempre me acuerdo de eso. Porque solo me habló a mí, al resto no le dijo nada especial. En más de una oportunidad, durante la instrucción, los profesores me habían dicho: —¿Vos no serás Pérez con S, no serás judío? —lo decían como amenaza—. Vos no vas a terminar el curso —repetían, porque pensaban que era imposible que yo supiera tanto de la colectividad sin ser judío.
A mis espaldas se comentaba que yo había dado en la Escuela esa charla sobre la Organización Sionista Mundial… Eran pro nazis. No iba a ser la primera ni la última vez que escucharía esas acusaciones. Pero no me importaba. Yo quería luchar contra las organizaciones terroristas. Estaba decidido. Me había propuesto llegar hasta el final de ese curso. Se suponía que el que lo aprobaba iba a tener siempre un diez en su foja de servicios, porque las pruebas eran tales, en lo psicológico y en lo físico, que no cualquiera lo terminaba. Y yo lo terminé.
Los filtros
En Inteligencia había tres categorías de cuadros: los cuadros A, que son los operativos, los B que son los que se dedican al análisis, y los C, médicos, abogados, contadores, lo que se denomina escalafón de apoyo. Dentro de los cuadros A, los filtros, los infiltrados, eran la elite. No cualquiera podía ser filtro. Un requisito era no tener familiares dentro de la fuerza. Nadie tenía que poder vincularlo, era una cuestión de seguridad, de supervivencia. Tampoco podía ser visto entrando a ninguna dependencia policial, te imaginarás por qué. Se trataba de una cuestión de vida o muerte. Cuando terminé mi entrenamiento me mandaron al edificio de Moreno y San José, donde estaba toda el área de Inteligencia. La dirección es Moreno 1417. Había, sí, cosas que funcionaban por fuera de esa sede. Estaban los altos de la comisaría 46. La Escuela de Inteligencia, arriba de la comisaría 8, y el Área Técnica sobre la comisaría 9. Aunque también había “cuevas” por todas partes, en la ciudad, donde menos uno lo imaginaba. Yo quería ser cuadro A, sentía que tenía todas las condiciones. Pero, lo recalco, no se trataba de algo que se conseguía porque sí. Se pedía y los jefes tenían su orden de mérito. Inteligencia implicaba muchas tareas. Estaban, por ejemplo, Asuntos Estudiantiles, Asuntos Culturales, Asuntos Extranjeros… Mi primer destino fue Asuntos Laborales. No tiene nada que ver con una oficina de personal, no. Se dividía en Empresarial y Gremial. Los que estaban en Empresarial iban a las cámaras empresarias y a las plantas industriales, identificándose como de la Federal, pero con un nombre supuesto, y les pedían a los dueños y gerentes información sobre los problemas sindicales que podían tener en cada lugar, sobre las comisiones internas, sobre el activismo. La otra área, Gremial, tenía dos patas. Unos iban a reunirse con los secretarios generales de los sindicatos, que les daban datos acerca de los activistas, los delegados. Y los otros eran los que directamente se infiltraban, trabajaban como operarios comunes y participaban en asambleas, cuerpos de delegados y reuniones sindicales de base.
A mí me asignaron a la primera pata. Tenía que ocuparme de tres o cuatro gremios. UOCRA, Azulejistas, Músicos y no recuerdo qué otro más. Iba con una identidad falsa y me presentaba: —Soy el ayudante del comisario tal y tal y vengo del edificio de Moreno y San José. Yo pregunté, ingenuo de mí, si iba a necesitar alguna credencial. Pero ni bien llegaba a las sedes de los sindicatos me hacían pasar a ver al secretario general, me recibían con los brazos abiertos. —Pasá, pibe, el otro día estuve con tu jefe —me decían y me palmeaban la espalda. Me informaban, por ejemplo—: Tengo el delegado de tal planta que es un zurdo de mierda. Yo tomaba nota y le pasaba todo a mi jefe. Jamás entraba al edificio, nos reuníamos en un bar a dos o tres cuadras. Nadie tenía que verme entrar al sindicato y después a Moreno. Ahí duré algunos meses. Después de las primeras vacaciones, me trasladaron a Obra Social, que funcionaba sobre la comisaría 46, en Retiro, en el ala de la izquierda. Era un trabajo administrativo, aburrido, pero que solamente podía manejar personal propio. Chequeaba las licencias médicas y las internaciones del personal en actividad y de los retirados. Ahora eso no funciona más ahí, actualmente está en Caseros al 900, en un edificio vidriado, sin identificar. Ahí están los consultorios médicos que atienden a la gente de Inteligencia y a sus familias. Ninguno va, como el resto de la fuerza, al Hospital Churruca. No se mezclan. La atención de la salud de Inteligencia se hace por separado. Nadie tiene que verlos, ni a ellos, ni a sus parientes. No me dejaron demasiado en ese puesto. Habré estado dos meses y me transfirieron al otro sector, en los altos de la comisaría 46, pero a la derecha. —Uh, qué contactos tendrás, que te pasan del otro lado —me decían mis compañeros.
Pero lo real es que yo no conocía a nadie, no tenía ninguna palanca ni acomodo. Supongo que habrán pesado mis notas, o algunas características de mi personalidad. Allí funcionaba lo que se conocía como Central de Reunión, un área de Inteligencia. Me ubicaron en la oficina de guardia en la que había una cámara y varios reflectores. Mi función era chequear el monitor y pedirle a cada uno que llenara su identificación. Por supuesto, no subía cualquiera. Teníamos armas cortas, fusiles, ametralladoras, de todo. Los horarios eran rotativos. No teníamos relación alguna con el personal de la comisaría. Funcionaba como un edificio totalmente separado. Por atrás, se bajaba a una morguera y a unos calabozos. En ese momento no se usaban, pero en “la otra época” habían funcionado. Daba miedo bajar ahí, te lo aseguro. No entraba luz de ningún lado y prácticamente tampoco había iluminación artificial. Las puertas eran de hierro con pasadores, como en un castillo medieval. Era tenebroso.
Laura, mi manipuladora
Ahí, estando en la guardia, fue que la conocí a Laura, La Colorada. Yo no formaba parte de ninguna “mesa” de las que trabajaban en el lugar, y sabía que los oficiales que entraban y salían de ahí eran operativos, pesados. Para mí era una meta convertirme en uno de ellos, pero no sabía cuánto tiempo podía pasar hasta que eso sucediera, solo que tenía que hacer bien mi tarea y no cometer errores, aunque me pareciera rutinario. De todos modos, mi función era la garantía de la seguridad del lugar, que no era poco. Un día, terminaba de cumplir mi turno e iba a tomar el colectivo justo cuando La Colorada salía con su auto. —¿Para dónde vas? —me preguntó. —A Flores —le dije. —Vamos que te llevo —me contestó. Laura era bonita, elegante. Llevaba muy bien sus rulos rojos y sus ojos verdes. Sería unos diez años mayor que yo. El auto estaba inundado por su perfume, pero yo ni por un momento pensé en seducirla. Me quedaba claro que en su ofrecimiento no había espacio para nada de eso. Para mí, era una superior. —¿Así que a vos te gusta el tema de Medio Oriente? —me empezó a llevar por ese lado—. ¿Vos te animarías a infiltrarte?
—¿Dónde? —quise saber. —En los grupos sionistas… Hice un silencio antes de contestar. Era una oportunidad que no podía rechazar. Significaba que me tenían en cuenta, que me habían seleccionado, que me creían capaz. —Bueno, pero tendría que prepararme. Me tengo que poner a estudiar — dije, y respiré hondo. Laura no perdía tiempo, era muy expeditiva. Me dio la impresión de que lo que para mí iba a ser un cambio radical en mi vida, para ella era cosa de rutina. —Perfecto —dijo y aceleró—. Mañana sin falta hablamos con el jefe, arbitramos los medios y ya no venís más por acá —agregó. ¿Qué hubiera pasado si decía que no? ¿Dónde habría terminado? Quizás en otro lugar, infiltrado también, en algún partido político, en una fábrica o en un centro de estudiantes. Quizás si me hubiera negado se las habrían arreglado para echarme, porque los jefes sospechaban que yo era realmente un judío.
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