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El trabajo ganador de la categoría del profesorado de Historia corresponde a Lucrecia Alarcón, del Instituto Superior de Capacitación Docente Número uno.

30/11/2022 | 11:37

Redacción Cadena 3

Como si fuera ayer

Escrito por Lucrecia Alarcón.

Quiso la suerte que yo, ante todo humilde espectadora, tuviera la suerte de cruzarme en el camino de la familia San Martín y Matorras. O dada la grandeza y gloria que cargan hoy tales apellidos, ellos se cruzaran en el mío (sin saber las dimensiones que alcanzarían).

Dicho esto, no quisiera ser leída como la protagonista de esta historia, no podría cargar con ese peso. Entenderán luego que para la magnitud de los hechos próximos a narrarse no se necesita más que un oído atento, como fue mi caso, y un poco de imaginación. Véanme pues entonces como una testigo, tal es el rol que me gustaría ustedes también ocupen a partir de ahora.

Corría el año 1810 en la comarca que me vio nacer: Orense. Los detalles sobre mi infancia, mi familia o mis sueños no deben preocuparles en este contexto, pero lo que deben saber es que me encontraba yo vendiendo algunas piezas de cerámica cerca de la plaza central. En ese entonces era muy común en la villa la presencia de hidalgos, religiosos, emigrantes de reinos aledaños, y otros artesanos, como yo. De cualquier manera, me hallaba en la búsqueda de algún interesado en mis modestas piezas, cuando me detuve en una esquina, intrigada por una prominente finca, de la cual entraba y salía gente de manera apresurada.

—¡Si no vuelvo para cuando termine esta encomienda, háganle llegar mi más sincero abrazo de bienvenida! —dijo un hombre con apariencia de funcionario que atravesó la puerta de entrada y subió a un carro que lo esperaba afuera.

Del interior de la finca salió luego una mujer mayor, de unos 70 años quizá, muy bien arreglada, con el cabello recogido y ropas elegantes, que solo con verlas podía uno inferir que habitaba y no trabajaba en esa poco humilde morada.

—Mi José, mi querido José… —suspiraba con cierto anhelo.

—Madre, hace calor, no se exponga mucho al sol.

La recomendación provino de adentro, pero de una voz femenina más joven, que luego se perdió entre el ajetreo.

La señora permaneció afuera, mirando hacia la calle. En ese momento se percató de mi presencia, y yo, más por costumbre que por instinto, miré hacia abajo, con vergüenza (¡la gente con esa apariencia suele tener miradas y palabras poco amables para la gente como yo!).

Ya dispuesta a continuar con mi camino, escuché un llamado de atención.

—Niña. ¡Niña!

Al voltearme rápidamente, vi a la misma señora bien vestida, esta vez sentada en un banco situado en las afueras de la propiedad, cómodamente cubierto por la sombra de un tupido roble.

Ante mi confusión, optó por hacerme señas con las manos. Uñas prolijamente pintadas, anillos de oro, alhajas. ¿Qué podía necesitar de mí? Me acercé despacio.

—Señorita, ¿vende usted esas piezas? ¿Sería tan amable de enseñármelas? —preguntó.

¡Claro, soy vendedora! Por un momento olvidé completamente lo que estaba haciendo en esa parte de la ciudad tan concurrida, perdida entre el ir y venir apresurado de la gente, y ciertamente no esperaba que una señora de tan buena presencia se interesase en mi trabajo, ni mucho menos me hablara como ella.

—Ah, pues… —dije, con la voz temblorosa—. Sí, vea usted. Tengo estos botijos hechos con arcilla extraída de las tierras que trabaja mi familia, en las afueras.

—¡Pero qué bonito! Y muy prolijo. Yo nunca me he podido amigar con el torno. Y siendo completamente sincera, sin él tampoco me defiendo. Mi habilidad con las manos no está precisamente en la cerámica.

Permanecí en silencio mientras examinaba mis piezas. Por lo general, la gente interesada compraba y no buscaba conversación.

—A mi hijo le puede servir uno de estos. Él viaja mucho, no quisiera que pase ni un instante de sed. —dijo mientras observaba los detalles. Luego me miró a los ojos—. ¿Tiene usted hijos? ¿Esposo?

—No tuve el gusto, señora—. La pregunta me tomó por sorpresa, como cada palabra que salía de la boca de la señora—. Tengo 14 años aún.

—Qué linda época. Yo le doblaba en edad cuando conocí al padre de mis hijos. ¿Lleva prisa? —me preguntó.

A esta altura del día, con el sol en alto, difícilmente iba a encontrar otro cliente, y de alguna manera me había envuelto la curiosidad por conocer la historia de esta mujer, así que negué con la cabeza y me incorporé a su lado, en el ancho banco.

—Corría el año 1767, en el que iba yo zarpando hacia Buenos Aires, con mi primo Jerónimo, su sobrino Vicente, y otros conocidos suyos. Cargaba él entonces con la responsabilidad de asumir la capitanía general de una ciudad rioplatense llamada “Córdoba del Tucumán”, lo cual a su vez lo comprometía a colonizar tierras aledañas, cuyo nombre no recuerdo ahora, algo sobre “Chaco”.

Me habitaban varios sentimientos cruzados, recuerdo. Por un lado, me invadía una sensación de desarraigo profundo. Abandonar mi querida Paredes de Nava, ¡la ciudad que me vio nacer y crecer!

—¿Ha estado alguna vez ahí?

Negué con la cabeza, esperando que no se distrajera y continuara su relato.

—Espero algún día tengas la posibilidad de ir allá, es un viaje largo pero vale la pena. Es pequeño, pero pintoresco, con muy buena gente—, sonrió levemente, más con la mirada que con la boca.

—En fin, le hablaba del desarraigo. A esa edad algunos ya tienen la vida resuelta: una familia compuesta; una casa y asuntos que atender. Pues no era el caso mío, y esto un poco me inquietaba, ¿sabe? Yo perdí a mi madre a una edad muy temprana. Pero al ser la menor de mis hermanos, y habiendo otras mujeres además de mí, no tuve que asumir todas las tareas del hogar. De todas formas me consideraba una buena ama de casa, óigame. Al menos en intención. Nada más me faltaba un compañero con quien formar una familia para poder vivirlo en carne propia. Y quizá dándole un nuevo rumbo a mi vida lo encontraría.

La señora interrumpió por un momento su relato, miró hacia el cielo y cerró por un momento los ojos, como hurgando entre sus memorias.

—Llegada ya al Río de la Plata —continuó—, los primeros dos años transcurrieron con tranquilidad, demasiada hasta para mi poca ajetreada vida en Paredes de Nava. No es que esperara grandes aventuras, pero lógicamente, extrañaba a mi padre y a mis hermanos, y las calles de mi pueblo llenas de vida, a comparación de estas remotas tierras, ¡con el perdón de S.M.!

Poco y nada veía a mi primo Jerónimo, a quien el deber llamaba constantemente, y que tan generosamente me compartía el techo de la finca que le había sido asignada en cercanías a la Plaza Mayor, la que por supuesto me ocupaba de mantener en orden, aun habiendo servidumbre.

Llegado un día tras un largo viaje, mientras lo atendía, me sorprendió con una curiosa invitación.

—Prima querida, ¿hace cuánto no sales? Agradecería que me honres con tu compañía esta tarde.

—No se preocupe por mí. Usted necesita descansar.

—Lo que necesito es relajarme, y tengo el plan perfecto.

Si años atrás, aún en el Reino de España, me hubieran asegurado que un día asistiría a una corrida de toros a miles de kilómetros de mi casa, no me lo hubiera creído. ¡Quiso S.M. y la Divina Providencia que nuestras tradiciones se replicaran en todo nuestro territorio! Y también quiso mi generoso primo que, por un momento, me sintiera en casa. A pesar de vernos poco, él sabía que yo no salía, más que para hacer alguna que otra compra. Además no estaba bien visto que una mujer de mi edad anduviera sola, así que mi entretenimiento estaba más adentro que afuera.

Llegados al evento, en plena Plaza Mayor, nos sentamos en las primeras filas del recinto. Mi primo era una persona influyente, así que a donde iba lo saludaban con respeto.

Yo solo observaba y reverenciaba en silencio, e intentaba retener alguno de todos los nombres que oía, sabiendo que se trataban de personalidades destacadas. Era difícil concentrarse con tanto ruido, más viniendo de tamaño espectáculo que ocurría frente a mis ojos. Me sentía dentro de una pintura.

—Este es el Capitán Juan de San Martín, recientemente promovido a ayudante mayor de la Asamblea de Infantería, y paisano nuestro, ¡casi un vecino, diría! —dijo mi primo con especial énfasis y soltando una pequeña risa al final—. Don Juan, le presento a mi prima, Gregoria Matorras del Ser.

El hombre a quien iban dirigidas estas palabras vestía un imponente uniforme con algunas condecoraciones, no me atrevía a contarlas, como tampoco a sostener un prolongado contacto visual, pero alcancé a notar una mirada azabache profunda y un prolijo bigote.

—Es un placer, señorita Gregoria—. Yo también nací en Palencia, cerca de su pueblo, según me contaba Don Jerónimo. En Cervatos de la Cueza, precisamente. Agradezco a S.M. el honor de poder compartir este encuentro con otros comprovincianos.

Al decir esto, estiró su mano buscando la mía, la cual extendí con algo de vergüenza. De a poco, nuestras miradas se iban encontrando. No eran pocos mis nervios. ¡Es que era la primera vez en dos años que me relacionaba con un señor que no fuera mi primo! Y no para comprar pan ni artesanías…

La jornada transcurrió tranquilamente dentro del jolgorio y bullicio del evento hasta horas de la noche. Sin haber bebido ni una gota, me sentía embriagada de tanta felicidad, llegado al punto de no distinguir si estaba en un sueño o en la realidad. En Palencia, o en el Río de la Plata.

Mientras mi primo y el distinguido Capitán hablaban de diligencias, de las gestiones de S.M. y la Corte, mi mirada se repartía atenta entre el evento y la presencia de este último.

Aún sin despedirme, pensaba en cuándo lo volvería a ver. Teníamos vidas tan distintas, y aun así habíamos coincidido aquí. ¿Sería una señal?

Terminado el evento, se despidió de nosotros el Capitán, no sin antes comentarle algo al oído a mi primo. Este sonrió levemente, mientras estrechaba fuertemente su mano.

Luego se acercó, besó la mía, y sin soltar mi mano, la acarició suavemente con su pulgar.

—Ha sido un placer, señorita. Espero volver a verla pronto —Sonrió y me soltó despacio, como alargando la despedida. Lo vi perderse entre la gente. Mi primo se acercó y me tomó del hombro, y nos alejamos en la dirección contraria.

Camino a la finca, mientras procesaba todo lo que había vivido en las últimas horas, acaso más intensas que los últimos dos años desde mi llegada, mi primo me preguntó algo que me descolocó. No por lo complejo sino por el estado de ensimismamiento en el que me encontraba.

—¿Prima, eres feliz?

No tenía nada de qué quejarme. Mi padre, a quien siempre recordaba con cariño, me había enseñado desde pequeña a ser agradecida de todo lo que tuviera, por poco que fuese. Nunca viví en la riqueza pero pude encontrar abundancia en otros lugares, como en el amor de mi familia. ¿Era egoísta por desear algo más?

—¿Si soy feliz? ¡Por supuesto! Tengo salud, techo, abrigo, y comida, gracias a Dios Nuestro Señor, y a tu bondad. —respondí rápidamente, sin mucho reparo.

Pero él insistió con la pregunta:

—¿Eres feliz aquí?

Me detuve un instante, rememorando cómo me sentía antes de subir a esa fragata que me trajo hasta esta tierra tan lejana. El miedo, la incertidumbre, el desarraigo, la rutina que había construido en los últimos dos años, y todo lo que había vivido ese día. Dibujé una balanza en mi cabeza donde pesé el recuerdo de todas esas emociones, y de repente, lo vi todo muy claro.

—Creo que lo soy a partir de hoy.

—Yo también lo creo… —respondió él, con una sonrisa cómplice.

Y sin necesidad de seguir el tema (pues era evidente que ambos hablábamos de lo mismo), continuamos el regreso a casa. Esa noche dormí feliz, y recé mucho.

A los pocos días de esa intensa excursión, recibí una carta. Que si mi memoria no me falla, decía lo siguiente:

«A la Srta. Gregoria Matorras y Del Ser:

Deseo que al recibir de esta carta goce de perfecta salud. Yo gracias a Dios la gozo, al presente.

En el correr de mis agitados días, el recuerdo de nuestro encuentro se aparece e irrumpe en mi mente de manera intermitente, como una luciérnaga en una fresca noche de verano, captando toda mi atención. Como un farol alumbrando un largo callejón por el que transito todas las noches, por inercia.

Pero lo más importante: como un recordatorio de que estoy vivo, y de que la vida es corta, y que debemos vivir cada día como si fuera el último.

Querida mía, no quisiera yo importunarla con lo que le voy a decir. Pero desde aquel día no he dejado de pensar en usted, en sus suaves manos, en su cabello recogido y hasta en el pequeño lunar sobre sus labios, entre otros detalles de Ud. que repaso constantemente por miedo a olvidarlos, aunque lo veo difícil, mas este miedo a su vez me empuja a volver a comprobarlos, es por eso que humildemente y sin ánimos de ofenderla le transmito este fuerte anhelo de volver a verla cuanto antes. Me despido con los sentimientos más profundos e ingenuos de afecto que le he de profesar; me despido no con la solemnidad de un Capitán sino con la vehemencia de un hombre apasionado.

Sin otro carácter, manifiesto este mi deseo de concretar otro encuentro lo más pronto posible antes de partir hacia mi próximo destino en obedecimiento de los mandatos de mi general, por cuya celeridad hago votos al Cielo.

Suyo, Juan de San Martín y Gómez

Buenos Ayres, 10 de junio de 1770»

Luego del prolongado relato, la señora se detuvo nuevamente, supuse que era otra de sus pausas para intentar recordar más detalles, pero me sorprendí al verla enjugándose las lágrimas.

Le extendí un pañuelo que normalmente usaba para secarme la frente, pero que estaba sin uso ya que el tiempo había sido generoso hasta el momento de este inesperado encuentro.

—Gracias, querida… —dijo mientras tomaba mi paño—. Ya son más de 13 años sin mi Juan. Todavía recuerdo esa primera vez que lo vi y lo fuerte que latía mi corazón al leer esa carta, como si fuera ayer.

—¿Entonces volvió a verlo? —pregunté finalmente, presa de la curiosidad.

—Claro que sí —respondió, con una sonrisa—. Y desde entonces no volvimos a separarnos, al menos en espíritu, porque al momento de nuestro casamiento debió ausentarse, pero se encargó de organizarlo todo para que otro Capitán colega suyo ejerciera el poder para unirnos en santo matrimonio lo más pronto posible, y así comenzar juntos, a su regreso, nuestra tan anhelada (¡y postergada!) vida en familia, con nuestros seis hermosos y sanos hijos, justamente ahora estoy esperando al menor, el que menos problemas me trajo.

—¡Madre! —Se escuchó desde el interior de la finca—. Enseguida debería llegar José, ¿lo va a esperar afuera?

—Voy, querida.

Tras un profundo suspiro, la señora se incorporó lentamente, entregándome el pañuelo, y también uno de sus anillos. La miré confundida.

—Gracias por escuchar a esta anciana un rato. Espero le alcance, por el botijo.

El anillo era de plata, así que valía varios de mis botijos, pero cuando me incliné para buscar otras piezas para ofrecerle, la señora ya se había ido.

Continuará…

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