Los indignados de siempre

Por María Rosa Beltramo

El diccionario de la Real Academia Española describe a la indignación como “sentimiento de intenso enfado que provoca un acto que se considera injusto,ofensivo o perjudicial”. Las crisis económicas recurrentes, las decepciones políticas, el costo de vida, el frío polar o el calor sofocante y el comportamiento errático de los delanteros del equipo de fútbol suelen generar distintos grados de indignación.

En general puede decirse también que se trata de un sentimiento que goza de cierta sobreestimación. Tiene buena prensa. Por eso hay tanta gente que, con un micrófono a disposición, lo primero que hace es convocar al enojo. Resulta fácil, sencillo y elemental porque suele haber múltiples y variados motivos para inquietarse.

Pero mover el indignómetro es tan tentador que cada vez se complica más separar la paja del trigo y lo importante de lo intrascendente. Hay discursos inflamados porque un barrio se quedó sin luz y otros igual de incendiarios porque ya salió el sol y las luminarias de una avenida siguen encendidas.

Pocas cosas indignan con mayor efectividad y tan velozmente como las movilizaciones impulsadas por ONG o agrupaciones políticas que defienden programas de asistencia social, reclaman su ampliación, la actualización de las mensualidades o las tres cosas.

En una de las últimas marchas se viralizó un pequeño segmento de una entrevista que la cronista de un canal le hizo a una de las asistentes. “Quieren que trabajemos de 8 a 5 y eso no es justo” fueron las doce palabras que enloquecieron a esas multitudes que viven al borde de la exasperación y encontraron, inesperadamente, la excusa perfecta para sus quejas diarias.

En realidad el diálogo fue más extenso y dejó información valiosa para una radiografía de la pobreza en el país, pero lo único que circulaba de celular en celular eran las 12 palabritas o su versión reducida ‘’’quieren que trabajemos (...) y eso no es justo”.

La manifestante había contado también que tiene 28 años, dos hijos, un marido que cuando trabajó en blanco ganaba poco, que ella reunía 4.500 pesos por semana limpiando casas y que no le alcanzaban a la familia los 50 mil pesos de los planes pero que subsistían con ellos “y la olla popular”.

Contó asimismo que lograban disfrutar de cuatro comidas diarias, pese a lo cual aclaró “no es que el plan social nos guste, porque tampoco uno pretende vivir toda la vida con esto”.

Habló de las changas que hace el marido y de que cuando tuvo trabajo en blanco no servía de mucho porque le pagaban “dos monedas”. Se refirió a la difícil niñez que le tocó vivir, a la temprana pérdida de su madre, aseguró que eran gente de trabajo y que naturalmente, como a cualquiera, le gustaría un buen trabajo para poder jubilarse cuando llegue la edad madura y enviar ahora a los chicos a un colegio privado.

Más o menos los sueños de cualquier trabajador. Difícil no coincidir con ella si no fuera por eso de tener el entendimiento nublado por la indignación. El día de la manifestación hubo miles pidiendo; la mayoría, seguramente, con historias jalonadas de dificultades.

Sin embargo, el día que algún historiador busque los datos de esa jornada encontrará ese testimonio y el del que dijo que estaba de "suplente", que no tenía idea para que era la concentración popular, que cobraba 2000 pesos y que estaba ahí “más que nada para comer y para joder un toque”.

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