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Adrián Simioni
Política esquina Economía
Una historia menor: para los argentinos del interior viajar es mucho más caro, incierto, desgastante. Incluso si sos un bebé.
FOTO: El aeropuerto de Ezeiza, prácticamente vacío.
Cuando llegué el viernes último a la única puerta habilitada para ingresar a la terminal C del aeropuerto de Ezeiza me encontré con algo que no me sorprendió: dos chicas cordobesas, una mujer que creo que era de Salta, otros dos jóvenes cordobeses, un chico de Santa Fe acompañado de sus padres y varias personas más, con sus valijas, se desparramaban fuera del edificio, algunos sentados donde podían, otros desparratados en el suelo, en un campamento improvisado.
Cuando intenté entrar a la terminal para esperar mi vuelo a Miami, un policía aeroportuario me lo impidió. Eran las 15, el único vuelo programado en ese anochecer era el que yo debía abordar a las 23.30 y él tenía, debido a la pandemia, una regla que obedecer: no dejar entrar a nadie hasta que faltaran 5 horas o menos para el despegue. O sea que tenía que sumarme a la toldería en formación y esperar allí hasta las 18.30. Tres horas y media en el piso.
Le dije que la regla era absurda. Primero, porque nadie disfruta de estar más de 5 horas en los aeropuertos. Si alguien llega antes debe ser porque tiene un buen motivo. Segundo, porque, por la dura restricción de vuelos dispuesta por el Covid-19, los viajeros eran tan poquitos que era imposible que se amontonaran violando las benditas normas del distanciamiento dentro de un espacio tan grande como la terminal. Tercero, dejarnos acá era someternos sin sentido a estar sin baños, sin carga para los celulares, sin agua y sin asientos.
Es que prácticamente todo el aeropuerto estaba cerrado. Y fuera de él, por la pandemia de decretos, tanto en la Capital Federal como en el conurbano bonaerense no había bares, estaciones de servicio u otros lugares en los cuales pasar el tiempo, por no hablar de la falta de transportes para acercarnos a esas zonas. Así que la única opción era acampar en el suelo.
El agente me escuchó y fue amable: “Sí, entiendo, pero no puedo dejarlos pasar”.
Efectivamente, la culpa en esta historia insignificante que voy a comentar -el lector queda avisado y no debería perder su tiempo- no era del agente. Nunca es culpa del que está en la puerta. Los responsables son los cerebros de mosquito que deciden en Argentina y que piensan con la profundidad de su propio pupo.
Los imagino. Los he visto decenas de veces en situaciones análogas. En este caso deben ser burócratas de los ministerios de Salud y Seguridad de la Nación, de la Policía Aeroportuaria de la Nación y/o de Aeropuertos Argentina 2000. Da lo mismo. Toda esa casta debe vivir, como todas las castas argentas, en un radio de 15 kilómetros de la Plaza de Mayo.
En el arquetipo prejuicioso de sus cerebros chiquititos, el argentino que viaja al exterior vive en Caballito, en Pilar, en Lomas de Zamora, como mucho. “Así que ponele cinco horas. Listo. Nadie puede ser tan tonto de necesitar ingresar al aeropuerto más de 5 horas antes”, debe haber ordenado alguno.
Pero resulta que el mundo es más grande que el Gran Buenos Aires, que habría que empezar a llamar el Pequeño Buenos Aires cuando decidamos dar vuelta este país.
El pensamiento mosquiteril de la casta granbonaerense que gobierna casi siempre ya había dispuesto y anunciado que en Argentina “volvían los vuelos internacionales”, cancelados cinco meses antes.
Gran mentira obvia, pero que nadie señala: lo único que se abrió fue Ezeiza. En todos los demás aeropuertos no vuela ni una mosca.
Ahora bien: los mismos mosquitos que cierran los aeropuertos también prohibieron los colectivos. Y, como son unos inútiles, no establecieron normas generales y estables que regulen el tránsito privado en todo el país. De manera que millones de argentinos están a miles de kilómetros del único aeródromo, sin transporte alternativo ni normas claras por las cuales guiarse. Máxima incertidumbre.
El perjuicio, como siempre, es para los argentinos que no responden al modelito del argento estándar de Cabashito alojado en la mente de los mosquitos.
Un perjuicio que sufrimos, es económico.
La mujer de Salta, por ejemplo, se hizo el test del Covid-19 por las dudas. Tuvo que atravesar Tucumán, Santiago del Estero, Santa Fe, el interior de Buenos Aires y el conurbano bonaerense para llegar a Ezeiza. Y en las normas de Santa Fe, por ejemplo, no está claro si exigen o no el test. Eso le costó 7.000 pesos.
Un cordobés que alquile un auto de agencia o que contrate un taxi tendrá que pagar entre 20 mil o 25 mil pesos. Más 4.000 pesos de nafta, la suma roza un tercio de lo que cuesta el boleto a Miami con el impuesto solidario y la mar en coche.
Los dos chicos cordobeses hicieron la de los gasoleros: los trajo un familiar que no les cobró ni la conducción ni el desgaste, el auto era a gas y se trajeron lo que iban a comer. Aún así, entre gas, peajes, café y unas botellitas de agua gastaron 10 mil pesos. Algo parecido hizo el chico santafesino traído por sus padres.
Este sobrecosto puede ser consciente o no en las circunstancias actuales: si el cepo obliga a ahorrar dólares en pasajes aéreos les encarezcamos los pasajes a todos pero un poco más a los ciudadanos de segunda, así desmotivamos a los del interior, puede haber pensado un mosquito.
El otro daño inmediato es lucro cesante y cansancio. Nosotros los intranjeros (1) no sabemos qué normas nos aplicarán en cada lugar, si alguien nos parará en algún cruce, si vamos a comernos una o varias colas de horas de duración. Por ende, calcular los tiempos para llegar a Ezeiza es una ruleta. De hecho, todos los que estaban acampando habían salido de sus provincias uno o dos días antes. De Caballito a Ezeiza, en cambio, le podés poner como máximo una hora. Sabés que a ningún delirante se le va a ocurrir pedirte el test del Covid o montarte un talud en la ruta.
Esta es una pequeña anécdota. No tendría ninguna importancia en el mundo de las injusticias. Si no fuera porque se repite una y otra vez, siempre, en diversos temas y circunstancias.
Y así, los intranjeros argentinos vamos acumulando daños muy concretos medidos en dinero, tiempo y destrato.
Pero, además de eso, hay algo peor: esta lógica viene consolidando desde hace décadas un relato que parece una “naturaleza”. En ese relato, nosotros, los intranjeros, no sabemos, no queremos o no podemos ser ciudadanos civilizados normales.
No importa que viajemos más a menudo que alguien de Palermo, que hablemos idiomas mejor que alguien de Recoleta, que seamos mejor y más educados.
Siempre tendremos que guardar al buen salvaje que llevamos dentro, porque sabemos que dos por tres nos obligarán a acampar a la intemperie, mear a escondidas entre los autos de un estacionamiento, cargar un sándwich de porquería en la cartera por las dudas, cagarnos de frío o de calor, dormitar en el suelo, disimular que nos sentimos como Michael Douglas en Un día de furia y simular humildad y mansedumbre para caerle simpático al analfabeto funcional de cuyo humor dependemos para echufar un ratito el celu. Siempre parecemos refugiados de la Acnur, en nuestro propio país.
La repetición incesante de estas postales es perversa. Por un lado, cada vez que un mosquito de la casta nos ve despatarrados en el suelo, confirma sus prejuicios: somos el primo zaparrastroso del campo, con nuestros pantalones polvorientos. Nos gusta acampar así. Somos pobres minas y tipos con tonada, buenitos, pero que no sabemos cómo manejarnos en un aeropuerto o en cualquier otro lugar que para esta tilinguería hegemónica simbolice alguna sofisticación. En la mente del mosquito somos siempre un poco más pobres, ignorantes y mansos que la vez anterior. Así que nos pueden seguir castigando. Habrá más terminales C cerradas para nosotros, porque nunca les incendiamos una.
Por otro lado, de tanto vernos a nosotros mismos en cuclillas, a los intranjeros también nos termina pareciendo normal toda esta vergüenza diseñada por imbéciles. Y así aceptamos sin chistar nuestro lugar en el mundo: extranjeros del país interior. Y, como la práctica nos endurece el cuero, al final nos sentamos siempre mansos en el suelo. Y aguantamos.
Cuando terminaba de pensar en todo esto, se sumó al campamento una familia entrerriana. Los acababa de dejar una combi que vaya a saber cuánto les costó: la mamá, el papá, una intranjerita y un intranjerito que todavía no van a la primaria y un bebé intranjero. Bajaron una parafernalia de valijas, bolsos, cochecitos, mamaderas y mochilas. Y cargados así fueron hasta el guardia, que les dio el mismo mensaje: debían dejarse cuidar y esperar dos horas a la intemperie. Eran órdenes de los mosquitos, que estaban adentro de la enorme terminal vacía.
(1) “Intranjero”: argentinos del interior, que se sienten y son tratados como extranjeros por el Estado nacional. El término no es mío, sino de un científico cordobés en formación que quiere preservar su anonimato.
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