Marcha antifascista: el irresistible encanto de ponerse la boina
31/01/2025 | 15:48Redacción Cadena 3

Hace unos días, un importante encuestador y politólogo cordobés, Gustavo Córdoba, entrevistado Jorge Fontevecchia, afirmó que, a su juicio, en Argentina “hay un clima parecido al del ‘76, cuando parte de la sociedad decidió mirar para otro lado”. Así tituló Perfil la entrevista y Córdoba la retuitió, ratificando la frase. Está dicha en relación a las manifestaciones de Milei en Davos y a la llamada “marcha antifascista” convocada para mañana.
Las opiniones son sagradas. Ahora, uno lo escucha a Córdoba y, de pronto, es como si Milei no hubiera llegado por el voto sino por las armas, como si fuera el resultado de un maquiavélico plan de algún círculo rojo, como si hubiera cerrado el Congreso donde tiene una amplia minoría del 10% de las bancas, como si hubiera removido a los jueces de la Corte Suprema e intervenido provincias y universidades, mientras se tortura a desaparecidos en La Perla y en la Esma.
Parece una exageración, una hipérbole. El reproche a quien decide mirar hacia otro lado debería guardar alguna proporción con la gravedad de lo que se deja de mirar. Milei se pasó tres pueblos en Davos, ya lo hemos dicho acá: por ejemplo, vinculó la homosexualidad a la hemofilia. La Casa Rosada misma se dio cuenta de la brutalidad que eso implica y ha salido a poner curitas y tratar de convencer de que Milei no dijo lo que dijo.
Pero los que están reaccionando también pueden estar pasándose varios pueblos. Llamar “marcha antifascista” a la manifestación de mañana es presuponer que estamos a merced de Benito Mussolini –y de paso, ir inyectando la idea de que hay un gobierno ilegal-; es presuponer que en Argentina alguien podría tener el poder de volver a meter el dentífrico dentro del pomo y prohibir que dos chicas caminen tomadas de la mano por la Plaza España y se den un beso mientras atardece por la Hipólito Yrigoyen.
La verdad es que eso no le molesta más que a un resabio ínfimo. Hoy es imposible que una mayoría quiera y pueda juntar los votos para derogar cuestiones básicas como el matrimonio igualitario o imprescindibles como una correcta educación sexual en las escuelas. Ni siquiera es imaginable que se pueda restringir (o ampliar) el derecho al aborto, incluso cuando haya argumentos en contra frente a los muchos argumentos a favor.
Sin embargo hay una fascinación con el fascismo. Es grandilocuente. El argentino Santiago Gerchunoff, profe de Teoría Política en la Universidad Carlos III de Madrid, donde vive, acaba de publicar su ensayo “Un detalle siniestro en el uso de la palabra fascismo”, que se pregunta por qué nos resulta tan tentador colgarle el cartelito de “fascista” al primero que pasa. Gerchunoff afirmó en una entrevista que, para él, cuando alguien le dice ‘fascista’ a otro “cree realmente que está interviniendo en la realidad, que está haciendo algo importante. Tanto, que si no lo hiciera las consecuencias serían muy graves”. Algún tipo de Auschwitz, el emblema de los crímenes humanos. “Si tu intendente arría la bandera LGBT de la municipalidad no basta decir que eso está mal, hay que decirle ‘fascista’, porque, si no, después vendrá otra cosa y luego otra y luego Auschwitz. ¿Y a quién no le gusta parar un Auschwitz?”, se divierte Gerchunoff. “Es una acción que no cambia nada en el mundo real, pero construye tu identidad”, dijo en la entrevista.
Es el irresistible encanto de ponerse una boina y sentirse por un rato héroe de la Resistencia Francesa. Donde, de paso, se termina confundiendo a un tonto que se ofende porque un varón se siente mujer, con Adolf Hitler. Y al final ya a nadie le importa qué es el fascismo, qué fue Auschwitz ni qué pasaba en La Perla o en la Esma. La banalización absoluta.
En un punto, dice Gerchunoff, “las palabras ‘fascismo y fascista’ se independizaron ya de la memoria”. Y él lo considera siniestro. Es como si los antifascistas de hoy subsanaran el error de las verdaderas víctimas de los verdaderos holocaustos, que no se avivaron de organizar una marcha un sábado a la tarde. “Es siniestro porque supone un gran maltrato a las verdaderas víctimas”, dice Gerchunoff. Y me parece que, con esa frase, no queda nada por decir.